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Los desafíos que enfrentamos: el fin del modelo y la búsqueda de una sociedad más justa

El estallido social y la pandemia mostraron que, aunque el mercado funciona bien para algunos productos, bienes o servicios, en otros casos falla miserablemente. Las imperfecciones del modelo son reales y requieren de distintos instrumentos de regulación, dice el académico de la Facultad de Economía y Negocios de la Universidad Alberto Hurtado, Carlos J. García.

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En este último año, la economía -y el país en general- ha transitado por momentos dramáticos que están desafiado no sólo a su organización social sino también a las políticas económicas.
El levantamiento social de octubre de 2019 puso en jaque los fundamentos neoliberales, dejando en claro que el descontento ciudadano –sobre todo en las nuevas generaciones– en temas claves, escaló a una crisis política que finalmente terminó por capotar la Constitución del 80. Si bien el país creció establemente en las últimas décadas, la pobreza se redujo dramáticamente y muchos bienes estuvieron al alcance de la población, la falta de equidad terminó por pasar la cuenta al modelo neoliberal.
Las condiciones para el cuestionamiento del modelo se gestaron como las fuerzas que causan un terremoto y se acumularon, bastando un chispazo para que el cataclismo se destara. Después de un año, sin embargo, no parece extraño lo que sucedió. El modelo impuesto a la fuerza tras el golpe militar ganó popularidad en la medida que la ola conservadora que llegaba desde Estados Unidos y Europa barría con el estado de bienestar, los impuestos y la participación del Estado en la economía. Se sumaba el fracaso definitivo de la ex Unión Soviética, la caída del Muro y el naufragio de Cuba.
En los 80, el modelo lucía joven y con una fuerza transformadora imparable. Básicamente, la solución pasaba por dejar a todos los mercados libres, con instituciones privadas que canalizarían los ahorros, la salud, la educación, la generación y distribución de energía, privatización del agua y varios etcéteras más. Incluso, el provisionamiento de bienes públicos como carreteras dejó de ser estatal.
Nuevos términos aparecieron: regulación, concesiones, seguros para casi todo. El modelo no sólo daba la razón a sus proponedores iniciales –muchos de ellos economistas de la Universidad de Chicago– sino que cambiaba también la opinión de muchos de sus detractores, quienes en masa se pasaban al equipo contrario. No bastaron las alarmas de Paul Samuelson, Rudiger Dornbusch y otros importantes economistas. El triunfo era completo y final, la verdad del mercado se había revelado y el camino estaba trazado hacia el desarrollo.

Imperfecciones a la vista
No obstante, esta verdad revelada tenía muchos detalles e "imperfecciones", que empezaron a notarse rápidamente. La competencia –ingrediente básico para que funcione el mercado– empezó a escasear, apareciendo los carteles, acuerdos ilegales en que las empresas se coluden para cobrar precios inmoralmente altos a los consumidores: farmacias, alimentos, incluso el papel confort. La falta de información –otro supuesto para que el mercado funcione– campeó en temas claves como la educación, y nos llenamos de colegios y universidades de cuestionable calidad.
La lista es larga. Las AFP, los bancos, el transporte público y las Isapres registraron utilidades extraordinarias –para no decir escandalosas–, aunque sus servicios y precios dejaban mucho que desear.
Sin duda, el envejecimiento de la población gatilló las primeras alarmas: los pensionados recibían retiros miserables. Si bien crecían los salarios, los dueños del capital multiplicaban sus ganancias y aparecieron los autos deportivos, los cruceros, los barrios exclusivos y otras señales de que, en definitiva, los beneficios más importantes del modelo eran para algunos.
A estas alturas, el modelo había envejecido mal y parecía más bien una caricatura de folleto barato de economía. La falta de regulación se sentía por todas partes, en las condiciones de trabajo, la discriminación contra las mujeres y las minorías, el descuido mortal con los niños y niñas abandonados y maltratados, la acumulación excesiva de deuda, la degradación del medio ambiente, la falta de innovación, el descuido de los enfermos terminales y siquiátricos, la proliferación de patologías asociadas a la mala alimentación, entre otros. Además, en los últimos años, el crecimiento potencial de la economía cada vez fue menor. Bajo estas condiciones, sólo un soplo bastó para que el modelo se derrumbara. Y su caída no fue tranquila, sino con violencia excesiva, marchas, rabia, todo lamentable para un país que quiere ser civilizado. Así, ni siquiera los antiguos defensores del modelo neoliberal salieron a defenderlo.

El segundo golpe
En este contexto, se gatilló la segunda catástrofe: la pandemia del Covid-19, que hizo crujir el modelo a escala global. Los economistas corrieron a desempolvar los libros de macroeconomía para indicar que el ajuste del mercado no llegaría y que, muy por el contrario, este se volvería intratable, llevándonos a la peor recesión de la era moderna.
Era el momento de escuchar a Samuelson, Krugman, Donrbusch y otros: política monetaria y fiscal a la vena. En definitiva, los mercados de capitales, en vez de reaccionar en la dirección correcta, entran en pánico y, con ello, la magia del mercado deja de funcionar, se para la música y el barco simplemente se hunde.
Ambos episodios nos dejan en claro que, aunque el mercado funciona bien para algunos productos, bienes o servicios, en otros casos falla miserablemente. Es también una lección: no existen los dogmas en economía, las imperfecciones de mercado son reales y, por lo tanto, la regulación, la participación del Estado, el aumento de impuestos a los más ricos y la estabilización de la economía a través de diferentes instrumentos – incluidos la modernización de la política monetaria, que debe ir más allá de la inflación e incluir el pleno empleo– son necesarias.
En una nueva Constitución deben estar estos requerimientos. Puede que en un comienzo cueste –incluso con menos crecimiento– pero en el largo plazo lograríamos tener una sociedad más justa y menos individualista, aumentando las posibilidades éxito.

El modelo económico había envejecido mal y parecía más bien una caricatura de folleto barato de economía. La falta de regulación se sentía por todas partes y, bajo estas condiciones, sólo un soplo bastó para que el modelo se derrumbara.

 

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