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Bachelet se mantiene en sus 13

La presidenta defiende su legado a nueve meses de dejar el poder. Sus críticos lo llamarán porfía. Sus partidarios convicción.

Por: Rocío Montes | Publicado: Viernes 2 de junio de 2017 a las 04:00 hrs.
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En España es habitual escuchar la expresión “mantenerse en sus 13” para referirse a alguien que no quiere dar su brazo a torcer.

El dicho se remonta al siglo XIV y a la historia del Papa Luna, que en 1394 fue elegido Sumo Pontífice en medio de las habituales pugnas de poder de la Iglesia, entre quienes estaban por mantener la sede papal en Aviñón o que regresara a Roma. Algunos países ni siquiera lo reconocían como líder del catolicismo y creían que el Papa legítimo era Bonifacio IX. Pero el Papa Luna –que pasó a la historia como Benedicto XIII– era un hombre de convicciones firmes. Cuando Francia le quitó su respaldo y medio mundo lo presionaba a la renuncia, se enclaustró en un castillo de la localidad de Peñíscola. Desde ese hermoso lugar de la actual Comunidad Valenciana siguió ejerciendo su labor, pese a las críticas y convencido de que estaba en lo correcto.

 Desde entonces, en honor a Benedicto XIII, “estar en sus trece”, “mantenerse en sus trece” y “seguir en sus trece” se utiliza para quien se mantiene en su postura, ya sea por porfía o por convicción.

El dicho se podría aplicar perfectamente a la postura de la presidenta Michelle Bachelet, que en su último discurso ante la Nación ha dejado en evidencia su carácter fuerte y perseverante y que, en definitiva, pese a todo, se ha mantenido en sus 13.

A nueve meses de dejar el gobierno, el próximo 11 de marzo de 2018, defendió las reformas de su segunda administración y, pese a la impopularidad de la implementación de algunas medidas, no hizo ninguna autocrítica ni algún esfuerzo por cambiar levemente el rumbo. La presidenta ante el Congreso pareció convencida como nunca de una especie de responsabilidad histórica de dejar instaladas las bases de un Chile distinto, pese a que a estas alturas ni siquiera está arropada de una coalición. Bajo el nombre de Nueva Mayoría, por primera vez en 30 años dicha coalición está dividida con miras a una presidencial, y parece no tener ni la fuerza ni la lealtad ni las ganas para respaldar la ambiciosa agenda legislativa que Bachelet proyecta para lo que queda de mandato.

Por su biografía, la presidenta tiene marcado a fuego el sentido del deber y la responsabilidad, desde los tiempos en que le parecía una deslealtad partir al exilio luego del golpe y no ayudar a la resistencia desde dentro de Chile. Como en su propia vida, Bachelet en este segundo período parece sentirse llamada a cumplir con una especie de mandato ético, sin escuchar demasiado a los críticos que con el paso del tiempo se han vuelto mayoría. Bachelet, en su discurso, no hace ninguna autocrítica ni a su gestión ni a su gobierno. Como si los responsables de los errores no se hallaran en el Ejecutivo, apunta a dificultades ajenas a su control y a la resistencia.

De poner freno, nada de nada

“No ha sido fácil, no ha sido perfecto. Hemos experimentado las dificultades propias de un cambio de gran magnitud”, señaló la presidenta.

Como si nada importara sino solo responder a la ciudadanía que la eligió hace cuatro años con un 62% –que poco a poco le ha quitado el apoyo, al menos de acuerdo a las encuestas–, se mostró segura del camino de su gobierno, aunque desde su propio sector en diferentes momentos del mandato se le pidió rectificar. “Podemos sentirnos satisfechos y orgullosos de lo que hemos hecho, yo lo estoy”, indicó la gobernante este 1 de junio.

Existían ciertas incógnitas respecto del tono que tendría su última cuenta pública, en un periodo político especialmente turbulento. La presidenta, que llegó en marzo de 2014 a La Moneda arropada por la Nueva Mayoría que ahora no existe, podría haber acotado sus expectativas legislativas. Pero, por el contrario, parece decidida a intentar llevar adelante la mayor cantidad posible de leyes, como consciente de las altas probabilidades de que en 2018-2022 gobierne la derecha. Intentando dejar en claro que su gobierno todavía no termina, aunque hace meses se le critica por su aparente ausencia, Bachelet señaló: “Hemos hecho muchas cosas en este tiempo y haremos otras en los meses que quedan”.

De poner el pie en el freno, por lo tanto, nada de nada. De un acuerdo transversal entre todos los sectores para sacar adelante solo algunas de las iniciativas y no intentar abarcar mucho y apretar poco, nada de nada. La jefa de Estado, que en estos tres años ha debido enfrentar quizá la mayor crisis de un mandatario, que es la crisis política mezclada con la familiar, no parece dispuesta a claudicar a meses de dejar La Moneda. Con la esperanza de que un futuro lejano le reconozca los avances –que sus compatriotas valoren que logró correr el cerco, como está de moda decir–, parece convencida de estar liquidando poco a poco los vestigios de un modelo neoliberal al que acusa de los males de Chile. 

“Era hora de ir de las palabras a la acción, aun sabiendo que cuatro años de gobierno no bastan para revertir males históricos. Sabiendo que podíamos instalar nuevas bases para el desarrollo. Bases más equitativas, sostenibles, estratégicas, solidarias y humanas”, señaló la presidenta.

Pero Bachelet parece no ver los riesgos de su decisión de seguir adelante sin mirar sino al frente. El principal peligro radica en que, con un nivel de exagerada división en el oficialismo, finalmente reformas ambiciosas como la de educación superior y  desmunicipalización fracasen en el Congreso y el Ejecutivo deba enfrentar un bochornoso final. Que, simplemente, el calor de la campaña presidencial y parlamentaria, que marcará la vida política chilena desde ahora a noviembre, no dejen espacio para una discusión seria que esté a la altura de los asuntos que Bachelet aspira a dejar instalados, como el matrimonio igualitario. Que las medidas, como la de la gratuidad para el 60%, se reviertan en una futura administración.

 Fue probablemente el discurso con mayor contenido político que se le ha escuchado a la presidenta Bachelet en mucho tiempo.

Tarde para liderar la Nueva Mayoría

No son pocos quienes responsabilizan a Bachelet y a su administración de haberle entregado el poder a la derecha en 2010 luego de 20 años de gobiernos de la Concertación. En esta oportunidad, se le señala como una de las responsables de un posible triunfo de Chile Vamos y, peor todavía, de la descomposición y muerte de la Nueva Mayoría, del entendimiento entre el centro y la izquierda.

Desde que emergió su liderazgo en el gobierno de Ricardo Lagos, alrededor de 2003, Bachelet nunca quiso asumir el liderazgo de su coalición. No lo hizo como candidata presidencial ni tampoco como presidenta, como si las acciones de La Moneda no tuvieran relación alguna con el destino del bloque. El llamado que hizo este jueves a la unidad de las fuerzas progresistas, por lo tanto, parece algo inútil y extemporáneo. “Quiero pedirles especialmente a los demócratas progresistas de Chile, a quienes me acompañan en el gobierno, unidad en la acción y lealtad a los principios que nos convocan”, indicó Bachelet.

En un intento por generar fuerzas centrípetas en un bloque descompuesto, puso por delante la necesidad de asegurar la perdurabilidad de las transformaciones que ha emprendido entre 2014-2018:  “Lo que ha dado gobernabilidad al progreso es nuestra unidad y es lo que debe asegurar la consolidación de nuestras reformas y los avances en el futuro. Hemos puesto en marcha una historia y somos responsables ante el país de llevarla a cabo”. Pero la Nueva Mayoría, al margen de los aplausos entusiastas de algunos y apagados de otros, se halla hace mucho tiempo en otro lugar y Bachelet lo sabe. 

A juzgar por las dos horas de discurso ante el Congreso, la presidenta no parece sentir ningún tipo de responsabilidad en el fracaso del proyecto político. Es cierto que los partidos de la centroizquierda se encontraban en un proceso de continuo desgaste incluso antes de que Bachelet explotara como figura pública, probablemente desde el gobierno de Frei Ruiz-Tagle, y que sus dirigentes poco y nada han contribuido. Pero en un país presidencialista como Chile resulta descabellado pensar que La Moneda no tenía en sus manos haberle dado un salvavidas al bloque, como cuando se le pedía a gritos en 2016 que cambiara la conducción política.

 Bachelet hace llamados a la unidad al mundo progresista –tardíamente–, pero en ocasiones parece ciertamente resignada a que en marzo de 2018 se repita la fotografía de marzo de 2010: la socialista entregándole la banda presidencial a Sebastián Piñera.

En un interés legítimo de intentar marcar diferencias con el gobierno anterior, como lo hizo a propósito de varios temas, en su cuenta pública no le envió uno sino varios recados al candidato opositor. Como cuando a propósito de la gratuidad en la educación superior indicó: “Quien quiera echar atrás esta política (...) le va a estar dando la espalda a las familias chilenas”.

Bachelet quiere convencer al país de los éxitos de su gestión, aunque su programa de reformas estructurales haya sido impopular, la inversión y el crecimiento estén estancados y el gobierno no haya hecho nada por enmendar el rumbo.

 La presidenta no se mueve de sus 13. Sus críticos lo llamarán porfía. Sus partidarios, convicción.

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