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La transición: un legado huérfano

El Museo de la Democracia, propuesto por la candidatura de Piñera, busca conquistar a un electorado moderado que la Nueva Mayoría parece abandonar.P

Por: Rocío Montes | Publicado: Viernes 21 de julio de 2017 a las 04:00 hrs.
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La candidatura de Sebastián Piñera, como se conoció hace algunos días, de ganar las presidenciales propone la creación de un Museo de la Democracia. Se trataría de un espacio para honrar, en definitiva, los primeros años de la década de los noventa. Un periodo de inmensa complejidad –con Augusto Pinochet todavía al mando de las Fuerzas Armadas–, por lo que existe algún consenso a nivel internacional de que fue una de las transiciones de mayor éxito en la historia reciente.

La propuesta de Piñera fue catalogada de oportunista por parte de la Nueva Mayoría, entendida como una maniobra electoral con miras a cautivar cierto electorado de centro. Pero sea como fuere, porque en política nada es antojadizo, resulta interesante detenerse en las intenciones del expresidente y en las tensiones que la palabra transición genera todavía en la centro izquierda, que lideró precisamente ese proceso.

No resulta claro el momento en que la transición comenzó a producir cierta vergüenza a la propia Concertación-Nueva Mayoría. Probablemente, se hizo evidente cuando en 2011, en medio de las protestas estudiantiles, en el frontis de la casa central de la Universidad de Chile los jóvenes instalaron un lienzo con una imagen de Ricardo Lagos y Michelle Bachelet con la frase Dónde están.

Pero la historia se remonta, en realidad, a algunos años antes. Las tensiones entre las dos almas de la centro izquierda –la de los autoflagelantes y los autocomplacientes– comenzó a explotar a mediados del gobierno de Eduardo Frei-Ruiz Tagle (1996-2000). Los primeros lanzaron el documento La gente tiene la razón, con una mirada crítica hacia la obra oficialista y alertando sobre el descontento que, se sostenía, comenzaba a instalarse entre la población pese a los buenos índices de crecimiento. Los segundos –los que defendían el legado–, se expresaron a través del texto La fuerza de nuestras ideas.

Se trata de un choque de ideas que luego de 20 años sigue vigente.

Pero en el intertanto parecen haber ganado los autoflagelantes, al menos hasta ahora. Luego de las manifestaciones de 2011, la interpretación intelectual salida del PNUD de que en Chile la población vive un intenso malestar fue adoptada como propia por una buena parte de la centro izquierda. De partida, por la presidenta Michelle Bachelet que, en ese entonces, como candidata, entendió que el malestar se explicaba por el descontento con las

desigualdades socioeconómicas. La Concertación desapareció, nació la Nueva Mayoría incluyendo a los comunistas –que curiosamente ejercieron una fuerte oposición en toda la transición–, el programa del nuevo gobierno se enfocó en los cambios estructurales que supuestamente pedían los chilenos y la centro izquierda pareció envidiar la lucidez del movimiento estudiantil que aparentemente había interpretado de mejor forma los anhelos de la clase media nacida precisamente desde 1990. La Nueva Mayoría, en definitiva, prefirió darle vuelta la espalda a su propia historia. Su silencio permitió dejarle el espacio a interpretaciones dañinas –como la de la retroexcavadora, pronunciada por uno de sus dirigentes–, que difícilmente hayan sido compartidas por las primeras autoridades del país, como la Presidenta.

En las últimas semanas, sin embargo, se han realizado nuevas lecturas a los fenómenos que han marcado la política chilena reciente.

De partida, los resultados de las primarias dieron algunas luces de lo que ha estado ocurriendo desde 2014 a la fecha.

La derecha mostró su fuerza electoral, convocando a 600.000 votantes por sobre los 800.000 que congregó en 2013, lo que podría representar una señal de protesta ante el gobierno y pretensiones de cambios. Resulta evidente que, en esta carrera hacia La Moneda 2018, Chile Vamos lleva la ventaja, con sus promesas de rectificar el rumbo de esta administración.

Las primarias del Frente Amplio, a su vez, mostraron que la nueva coalición de izquierda no está conectada con las mayorías que pretende presentar, como han reconocido algunos de sus líderes. Naturales herederos del discurso del movimiento estudiantil, con sus 300.000 votantes no solo muestran que no son un fenómeno electoral, sino sobre todo que su discurso crítico no tiene mayor sintonía con la sociedad chilena, a diferencia de lo que pensaba parte del oficialismo. En definitiva, el relato pesimista del Frente Amplio –autoflagelante en alguna medida, si se quiere–, no encuentra un espacio contundente al menos para esta presidencial.

Las nuevas interpretaciones del Centro de Estudios Públicos con su informe ¿Malestar en Chile? son un aporte al cuadro. Según el CEP, las protestas sociales de 2011 reflejaban una demanda por mayores seguridades y no un reclamo contra el modelo, como entendió el actual gobierno. La población –al menos sobre la base de las encuestas– muestra que está satisfecha con lo que ha logrado: sienten que su situación es mucho mejor que la de sus padres y sienten que la de sus hijos va a ser mucho mejor que la de ellos, lo que mostraría un Chile relativamente contento.

¿Significa necesariamente que la ciudadanía valora los avances de Chile de las últimas tres décadas, su regreso a la democracia y su proceso de transición, pese a que la modernización dejaba ciertos vacíos? Probablemente, se necesitarían otros estudios para precisarlo. Pero resulta interesante percatarse, sobre la base del análisis del CEP, que las mismas familias de clase media que reclamaban en las calles en 2011 por una mayor protección social en asuntos como la educación, hayan sido las que comenzaron a quitarle el respaldo a la presidenta Bachelet recién iniciado su segundao mandato. De acuerdo a Harald Beyer, director del think tank, buscaban certezas y no las incertidumbres de las reformas. En definitiva, la clase media que surgió del proceso de modernización –que dejó de estar en el 43% de pobres que tenía Chile en 1990–, quiere cambios con estabilidad.

Pero, ¿no era esta la línea, precisamente, de los primeros gobiernos de la Concertación?

Piñera, muy hábil siempre, se percata de lo que resulta evidente luego de las primarias: el rival de la Nueva Mayoría y de Alejandro Guillier no es el radicalismo de izquierda, sino la capacidad del piñerismo para disputar el centro. No se trata de ir a buscar a los electores de Ricardo Lagos y de Carolina Goic –que francamente no parecen ser demasiados–, sino evocar aquellas ideas que a una buena parte de la población todavía parecen hacerle sentido: consensos, diálogo, centro, crecimiento, transformaciones, moderación. Pese al discurso sobrevalorado de buena parte de la izquierda –si no hubiese estado sobrevalorado, la derecha no estaría a un paso de regresar a La Moneda–, una parte de los chilenos pretenden desarrollar sus proyectos de vida personal sin grandes obstáculos y, como apunta Beyer, demandan al mundo político que estos obstáculos se vayan eliminando en la medida de lo posible.

El expresidente, en definitiva, parece comprender que la idea de que en Chile la población vive un intenso malestar comienza a ponerse en duda y empieza a apelar a esa buena porción de electores que está satisfecho con sus vidas y con lo que se ha logrado. En un guiño al centro y a las familias que lograron que sus hijos llegaran a la educación superior –la matrícula pasó de 435.000 alumnos el año 2000 a 1,1 millones en 2010–, propone el Museo de la Democracia.

La Nueva Mayoría, mientras, sigue desorientada. No acaba de interpretar con efectividad lo que ha ocurrido en los últimos años y las razones por las que la ciudadanía ha castigado al sector, pese a haber hecho suya la lectura del supuesto disgusto. No tiene una posición acabada sobre su propio pasado, siguen vigentes sus dos almas, no termina de decantarse por la continuidad ni por el cambio, no sabe la forma correcta de administrar su relación con un gobierno con bajos índices de respaldo.

La candidatura de Guillier ha sido expresión de este nudo de indefiniciones. La intuición original del senador parece haber sido jugar con una continuidad relativa, con rectificaciones. Como intentando moverse hacia el centro, porque Guillier –según quienes conocen de cerca su trayectoria–, es sobre todo un reformista y no un revolucionario (pese a sus señales confusas en uno y otro sentido). Pero en algún momento el parlamentario se desvió y apostó solo a la continuidad. Hasta ahora no ha sabido resolver la tensión existente en su relación con la Nueva Mayoría: está desprestigiada, pero la necesita. Tampoco con la transición, porque en ocasiones parece enfrascado en intentar hacerle guiños al Frente Amplio –crítico de ese período–, en vez de mirar hacia dentro.

La centro izquierda dejó un espacio vacío, el de defender su propio pasado. No debería extrañarles que otros –por razones electorales o lo que sea–, intenten hacer suyo un legado huérfano.  

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