Gobierno

El dilema de Bachelet: avanzar sin transar o el pragmatismo

A seis meses de las elecciones y a diez de dejar La Moneda, la Presidenta debe elegir el camino legislativo con que rematará su gobierno, con una coalición quebrada.

Por: Rocío Montes | Publicado: Viernes 26 de mayo de 2017 a las 04:00 hrs.
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El próximo jueves 1 de junio, cuando la presidenta Michelle Bachelet rinda la última cuenta pública de su mandato ante el Parlamento, los ciudadanos conoceremos la conclusión política a la que ha llegado en las últimas semanas: si mantenerse en la línea que ha puesto en práctica hasta ahora –de intentar cumplir a cabalidad lo que queda de su programa, con la esperanza de que la historia juzgue su labor a la distancia–, o asumir que se encuentra en una posición desfavorable y enfocarse pragmáticamente en las dos o tres medidas legislativas que pueda llevar adelante en los seis meses que le quedan antes de las elecciones y 10 antes de dejar La Moneda.

Nunca antes en democracia un gobierno había finalizado su mandato con una coalición quebrada en la elección presidencial, como le sucede a la Jefa de Estado ahora. Cuando en 2005 la derecha llegó dividida a la elección, con Joaquín Lavín y Sebastián Piñera representando a la UDI y RN, respectivamente, se hallaban en la oposición y no con la labor titánica de rematar un periodo desde el Ejecutivo con importantes proyectos parlamentarios pendientes. Los últimos meses de gobierno son siempre cruciales y lo debe saber perfectamente el ex ministro José Miguel Insulza que, como secretario general de la Presidencia de Eduardo Frei, en 1999 realizó importantes maniobras políticas con el Congreso que fortalecieron las opciones de Ricardo Lagos de llegar al año siguiente a La Moneda.

No es que Bachelet haya tenido una coalición robusta arropándola desde los partidos y desde el Congreso. La Nueva Mayoría, quizás desde su fundación, mostró siempre sus debilidades. El carácter mismo de la presidenta –siempre alejada de la orgánica partidaria, como prescindiendo de su bloque– tampoco ayudaron desde que llegó por segunda vez al poder en marzo de 2014.

Pero lo que ha ocurrido desde que la DC anunció a fines de abril la candidatura de Carolina Goic a primera vuelta cambia definitivamente el tablero: lo poco y nada que queda de este gobierno, considerando la época de campaña y el receso legislativo de verano, será todavía de mayor complejidad para La Moneda considerando el enfrentamiento público de los dos candidatos oficialistas a la presidencia que comenzamos a observar esta semana.

Un gobierno sin coalición

Las disputas que han tenido Alejandro Guillier y Goic en los últimos días serán frecuentes en los próximos meses (o hasta que se prolongue la candidatura de la senadora por Magallanes, si la DC finalmente decide bajarla en agosto por no subir en las encuestas).

Los enfrentamientos recién han comenzado –aunque dificulten cualquier entendimiento con miras a una segunda vuelta–, porque resulta evidente que dos candidatos del mismo bloque necesitan diferenciarse frente al mismo electorado. La situación de mayor complejidad para el gobierno, sin embargo, radica en la tentación lógica de que ambos buscarán marcar sus distancias con respecto al Ejecutivo, que no tiene precisamente a la ciudadanía a su favor.

De acuerdo a la Adimark de abril, Bachelet obtiene un 28% de aprobación, el mejor porcentaje de los últimos 12 meses, en la tendencia clásica que se advierte desde 2005: siempre los gobernantes suben en respaldo a medida que finaliza su periodo.

El candidato del PS-PPD-PR-PC ha salido a mostrar los dientes esta semana, aunque no sea precisamente su estilo ni su tono habitual. Encerrado por el centro por Goic y por la izquierda por el Frente Amplio, el senador pareciera estar respondiendo a la necesidad de los partidos que lo apoyan de mostrar mayor fuerza y definiciones. Su candidatura pasa por semanas difíciles al igual que su liderazgo, que no fue suficiente para ordenar a la masa parlamentaria en torno a su anuncio de apoyar el proyecto de gobernadores regionales para este 2017.

Con la arremetida hacia la periodista Beatriz Sánchez y Goic –responsabilizándola finalmente por los problemas de conducción de la DC–, Guillier intenta cambiar el carácter dubitativo y en cierta forma errático de su candidatura.

La disputa Goic y Guillier será, en definitiva, parte del paisaje habitual con que deberá intentar seguir gobernando el Ejecutivo, que pareciera no ceder en su intento de llevar adelante proyectos conflictivos –como el mismo de los gobernadores regionales– pese al diagnóstico evidente de que tiene a una Nueva Mayoría quebrada y con su mente puesta en la presidencial y parlamentaria, no en el legado de un gobierno que pocos a estas alturas consideran propio.

La lealtad del oficialismo no está con Bachelet, sino con sus respectivos proyectos que, en algunos casos, tienen relación con su propia supervivencia. Si finalmente se concretan las dos listas parlamentarias solo se reforzará la distancia entre unos y otros. Lo peligroso para la presidenta, de seguir pensando en llevar adelante lo que queda de programa pese a los conflictos, radica en que tiene altas probabilidades de fracasar en el intento y de que finalmente los cambios poco convencidos se reviertan en un próximo gobierno.

El último entendimiento transversal

Con este escenario –de división del oficialismo, debilitado apoyo ciudadano, una economía lenta– ¿debería Bachelet renunciar al grueso de sus ambiciones legislativas con una mirada de mayor realismo?

En Bachelet probablemente existe la sensación de que le han puesto el camino demasiado difícil en este segundo gobierno. Por las entrevistas que ha concedido y se ha referido al tema, pero sobre todo por el diagnóstico que se escucha en La Moneda y entre sus cercanos, en el Palacio no parece existir una autocrítica profunda. Se piensa que la prensa le ha jugado profundamente en contra, por ejemplo, enfocada siempre en el conflicto pequeño y poco y nada en los logros de una administración que nunca pudo salir del todo de la crisis luego de la explosión del caso Caval en el verano de 2015.

La convicción de que en este gobierno se logró cambiar las bases estructurales de Chile y la ilusión de que este hecho será reconocido en el futuro –aunque en lo inmediato no se valoren los avances– parece constituir el motor de una presidenta que aspira a cumplir la mayor parte posible de su programa sin observar los problemas políticos que tiene enfrente.

En los últimos días en el mundo político se empieza a sugerir en privado que exista un nuevo entendimiento, quizá el último. En definitiva, que el gobierno asuma una postura realista y, al margen de la contingencia y por sobre la oposición y el oficialismo, logre consensos pragmáticos y puntuales sobre ciertos asuntos legislativos, en vista del poco tiempo que se tiene antes de marzo de 2018. Hacerlo implicaría para la presidenta renunciar a hacer todo lo que todavía pretende dejar instalado –los gigantescos proyectos de educación superior, desmunicipalización, pensiones, entre otros–, y sobre todo el reconocimiento final de que ni el tiempo ni las circunstancias posibilitaron el cumplimiento del diseño original de esta administración. Dejar algunos asuntos, simplemente, para otro momento de la historia.

Por su biografía y decisiones como mandataria parece difícil que Bachelet opte finalmente por un camino estratégico. Sea obstinación o lealtad hacia su base de apoyo, existen ciertos asuntos en los que la presidenta parece querer llegar hasta el final, aunque los costos sean elevados y finalmente no se logren sostener en el tiempo.

La reforma a la educación superior y la desmunicipalización –cambios profundos que sustentan la reforma educacional, emblema de su segundo mandato– tienen todavía elevados niveles de desacuerdos cruzados entre la derecha, la Nueva Mayoría y sectores de la izquierda frenteamplista. Lo que queda de discusión promete ser complejo, desgastante. A determinados sectores no les parecía descabellado que –como en el verano pasado– Bachelet vuelva a hacer una pausa en el camino en forma de cónclave para evaluar la posición que tomará en la última fase de su mandato.

Probablemente en estos días cruciales, acercándose al final, a Bachelet le pese como nunca el hecho de no haber elegido ser la jefa de su coalición. Pese a militar desde 1970 en el PS, desde que era ministra de Ricardo Lagos y emergió como presidenciable se instaló desde fuera de los círculos partidarios, que comenzaban a sufrir desde entonces un proceso de descomposición. Pero la presidenta, por opción, renunció a jugar un papel respecto de su bloque y a su propia sucesión.

Si Bachelet hubiera sido la líder de la Nueva Mayoría, sus circunstancias hubiesen sido quizás diferentes y no terminaría su gobierno a merced, finalmente, de partidos que poco y nada les interesa su paso a la historia.

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