Macro

Las expectativas incumplidas

El amplio rechazo a la gestión presidencial da cuenta de que pese a que Bachelet ha cumplido su promesa de sacar adelante grandes reformas, por su deficiente diseño o por la radicalización en el debate, éstas no han logrado interpretar los anhelos ciudadanos.

Por: Blanca Arthur | Publicado: Lunes 7 de marzo de 2016 a las 04:00 hrs.
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Cuando hace casi dos años Michelle Bachelet ingresó a La Moneda para iniciar su segundo mandato presidencial, lo hizo en medio de las expectativas que generaban las grandes transformaciones prometidas durante su campaña.

Con entusiasmo, esa misma tarde desde los balcones de palacio anunció que su gran tarea sería cumplir con el programa, condicionando incluso cualquier diálogo con los distintos sectores políticos a que los compromisos no se transaran.

Para ello, la mandataria contaba con un escenario inmejorable. Porque al amplio respaldo recibido en las urnas tras haber triunfado con más del 60%, se sumaba el apoyo ciudadano que le entregaban las encuestas, que superaba con creces al electorado duro que la eligió. Con ese sustento, más el hecho de la inmensa representación obtenida en el Congreso por los parlamentarios de la Nueva Mayoría, todo indicaba que podía iniciar su plan reformista sin ningún obstáculo.

Pero el alentador panorama para las aspiraciones presidenciales, comenzó a cambiar tan pronto como se inició el debate acerca de los principales cambios propuestos. Una discusión que al radicalizarse por la falta de acuerdos, se manifestó en la paulatina caída que experimentó la aprobación a la gestión de Bachelet por parte de una ciudadanía que, paralelamente, empezó a rechazar las reformas.

En ese cuadro, cuando se cumplen dos años desde que inició su mandato focalizado en el impulso del proceso de cambios, la mandataria no puede exhibir como un gran logro su plan reformista, porque aun cuando ha cumplido con su promesa al sacarlo adelante, no ha podido revertir la mala percepción que existe sobre su gestión, que al obtener un 70% de rechazo, da cuenta de que ésta dista de haber cumplido con las expectativas que ella misma generó.

Pertinacia presidencial

Existe consenso en todos los sectores en que la Presidenta ha sido especialmente pertinaz en su idea de no claudicar en cumplir con la promesa de realizar grandes transformaciones. Una decisión que se ha traducido en que efectivamente consiguió aprobar, o al menos poner en marcha, lo que eran los tres ejes de su programa: la Reforma Tributaria, la Educacional, más el cambio a la Constitución.

Es por eso que a la hora del balance, no puede desconocerse que Bachelet ha logrado imponer su plan reformista, como lo confirma la aprobación del profundo cambio tributario, o en el tema educacional, la llamada “ley de inclusión” –que pone fin al lucro, al copago y a la selección- más el inicio a la gratuidad en la educación superior; mientras en lo político, se terminó el sistema binominal, mientras también se puso en marcha el proceso constituyente.

Pero no ha sido lo único, porque paralelamente el gobierno priorizó otras iniciativas como el Acuerdo de Vida en Pareja -que fue aprobado-, además de la despenalización del aborto por tres causales que se discute en el Congreso, lo mismo que la reforma laboral que incorporó como un cuarto eje del programa.

Mirado en términos absolutos, si el gobierno consigue sacar adelante estos últimos dos proyectos, la gestión bacheletista, tendiente a centrar su mandato en realizar profundas transformaciones, no podría sino calificarse como exitosa.

Pero como lo demuestran las frías cifras de todas las encuestas, no es así. Es que tal como existe un amplio consenso en cuanto a la tenacidad presidencial para no renunciar a su programa, también éste se da respecto a que las reformas no han sido ni bien diseñadas, ni tampoco bien planteadas, generando un debate tan radicalizado que ha terminado por desdibujar esa idea de que se trataba de cambios que interpretaban los grandes anhelos de la ciudadanía.

Estrategia radicalizada

Uno de los errores que se le adjudica a la estrategia reformista impulsada por Bachelet, es que ni ella ni sus principales asesores que idearon el programa hicieron un diagnóstico acertado de lo que esperaba la gente, al interpretar que el malestar que ésta había manifestado en los años anteriores, exigía modificaciones radicales al modelo.

Fue con esa percepción que se planteó un plan de reformas estructurales al que se le cuestiona su tinte ideologizado que se expresó, por ejemplo, al proponer los cambios tributarios en contra de los poderosos de siempre o al impulsar las modificaciones en educación focalizándolas en poner fin al lucro, estilo que de inmediato tensionó el debate cuando las propuestas comenzaron su tramitación en el Congreso.

En la mirada de muchos personeros del mundo político, incluidos dirigentes del oficialismo, el proceso comenzó mal, precisamente por esa apreciación de las autoridades de que era el momento de cambiar radicalmente las cosas, la que se manifestó gráficamente en la imagen de la retroexcavadora que plasmó el presidente del PPD, senador Jaime Quintana.

Especialmente se critica la forma en que se condujo el proceso reformista durante la primera etapa después de que Bachelet asumió, cuando el equipo que la acompañaba, liderado por los entonces ministros del Interior, Rodrigo Peñailillo y de Hacienda, Alberto Arenas, intentaron imponer el poder que habían logrado tras la elección, sin considerar que ni siquiera al interior de la Nueva Mayoría compartían la forma ni tampoco todos los contenidos del proceso de cambios que empujaban.

Prueba de los errores cometidos fue que, a poco andar, pese a que en el oficialismo existía acuerdo en lo grueso con las reformas, la manera en que se plantearon exigiendo su aprobación en plazos perentorios aun sin que existiera consenso en muchas de las propuestas concretas, tensionó a tal punto el debate político, que el ambiente se exacerbó.

Muchos apuntan a que la forma en que se dio la discusión, marcada especialmente por las diferencias entre los parlamentarios de la Nueva Mayoría, como por las críticas de los sectores implicados, fue determinante para que la ciudadanía percibiera que las cosas no se estaban haciendo bien, lo que comenzó a traducirse en el rechazo a las reformas que en un inicio se aplaudían.

Déficit de gestión

La incapacidad para estimular el diálogo, no sólo con la oposición, sino en particular al interior del oficialismo, es un déficit reconocido del primer equipo de gobierno, el que no logró procesar las diferencias entre sus propios parlamentarios, al actuar sobre la base de que éstos debían cumplir con el compromiso de respaldar el programa aun cuando no compartieran muchos aspectos de las propuestas que se presentaron en el Congreso.

Cuando pese a la aprobación de algunas de las reformas más emblemáticas, el cuestionamiento a la forma en que éstas se tramitaban -que producía un creciente distanciamiento de la ciudadanía con ellas- dio cuenta de la falta de una gestión política adecuada, lo que culminó con el esperado cambio de gabinete de mayo de 2015.

Es cierto que el detonante final de la salida de Peñailillo fue su errático manejo del caso SQM en que aparecía implicado, pero su estilo de conducción estaba en entredicho desde antes, lo que se reflejó con la decisión presidencial de nominar en su reemplazo a un político experimentado con características completamente distintas, como Jorge Burgos.

El ingreso de este último, junto a Rodrigo Valdés en Hacienda, abrió inmediatamente expectativas de que se produciría un cambio en la forma de conducción, en que se impondría un sello más dialogante de manera que las reformas tomaran otro cauce.

Nadie desconoce el ánimo que inspiró a esta dupla desde que asumió, lo que no quiere decir que ello se tradujera en una modificación sustantiva en la gestión. Porque aun cuando Valdés logró detener las ínfulas de continuar con reformas para las que no había recursos, jugándose junto a Burgos por la tesis del realismo, la decisión presidencial de no delegar el poder ni renunciar a su plan de transformaciones -pese a los problemas o discrepancias que éste ha presentado- ha sido un factor determinante para impedir un cambio en el panorama en estos meses.

La prueba es que las encuestas continúan implacables demostrando la desazón de la gente, tanto con la Presidenta, como con el gobierno. Es un hecho indesmentible que parte del desmoronamiento de la popularidad de Bachelet se debe al caso Caval, pero también a que sus reformas no satisfacen a la ciudadanía, como lo confirma que a pesar del debut de la gratuidad, aumente el rechazo a la reforma educacional.

Con este escenario, el gobierno comienza la segunda mitad de su mandato, donde nada indica que pueda haber modificaciones en el estilo o en la gestión que han hecho imposible que el impulso reformista responda a los anhelos ciudadanos. 

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