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Muerte de Bush nos recuerda que el extremismo nace cuando se desvanece la experiencia de sus consecuencias

El expresidente de EEUU representaba a quienes perdieron sus mejores años en la Segunda Guerra Mundial.

Por: Janan Ganesh | Publicado: Jueves 6 de diciembre de 2018 a las 04:00 hrs.
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A medida que los estadounidenses leen atentamente sobre las hazañas del difunto George H.W. Bush, tan extensas que casi se espera que aparezca “Fields Medalist 1950”, sigue siendo la primera la que más destaca. Fue el piloto más joven de la Armada de Estados Unidos. Sigue siendo el último presidente del país con experiencia en combate. El servicio fúnebre de ayer fue para un hombre, pero también, en su representación, para una generación que perdió sus mejores años en la Segunda Guerra Mundial.

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De todas las teorías detrás del incremento repentino del populismo –la crisis financiera de 2008, la inmigración-, la muerte de la generación “más grande” tanto de los altos cargos como del electorado está subdiscutida.

La experiencia del trauma no infunde aversión al riesgo como parte de la rutina. Pero después de haber vivido la casi destrucción de la civilización, ese grupo de occidentales no jugó con ideas peligrosas después de 1945. Los obituarios que hacen referencia a la cautela de Bush hacia el ilustre Waspery o hacia la Iglesia Episcopaliana, no captan el efecto formativo de la guerra.

Para ver lo que pasa cuando las sociedades se vuelven incautas, observe alrededor. Lo que une al exasesor de Donald Trump, Steve Bannon, con los manifestantes de los “Chalecos Amarillos” en Francia, y los más feroces Brexiters del Reino Unido, no es sólo su voluntad de alterar el orden existente. Es su convicción de que los conflictos económicos pasajeros son lo peor que podría pasar.

Ninguna de estas personas quiere activamente el colapso de la civilización. Sólo subestiman la posibilidad de que eso suceda como un resultado inadvertido de sus acciones. ¿Cómo podrían no hacerlo? Las consecuencias involuntarias, la precariedad del orden, el impulso independiente de las ideas: tener en cuenta estos peligros requiere una experiencia histórica más amarga que la que está disponible para la mayoría de las personas menores de 90 años.

Cuán revelador es que la fiebre populista en la política estadounidense estalló en los ‘90, cuando el poder pasó de la generación de la guerra a sus hijos. Newt Gingrich, ese comerciante afín a destruirlo todo, fue el primer presidente de la Cámara de Representantes nacido después de la Depresión. Lo que sus predecesores vieron como un auditorio de adultos en contra de los extremos, él lo vio como un Washington sobornable y adulador, fértil para la “revolución”. Una vez más, no es tanto la malevolencia como la inocencia lo que desconcierta: la suposición de que la vida real viene con un detonador o un seguro de prueba en contra de los errores que cerrará una aventura ideológica si alguna vez se sale de control.

Sería bueno condenar la imprudencia de estos líderes populistas y dejarlo así. El problema es que la gente vota por ellos por el bushel. La pérdida generacional de precaución es un fenómeno de masas, no sólo de élite.

La visión de Bush

En cierto sentido, Bush sí tenía aquello de lo que una vez se burló y tildó como “el asunto de la visión”. Se requiere visión para ver la fragilidad del orden. Incluso en momentos de triunfo aparente, sintió el potencial de una tragedia, y por ello no humilló a los soviéticos en 1989 ni saqueó Bagdad en 1991.

La pregunta es de dónde provino tal vigilancia. Se necesita un Freud o un Shakespeare para la motivación humana divina. Quizás los escritorios de obituarios están en lo correcto al obsesionarse con la prudencia Yankee de su niñez. Es sólo que millones de sus pares generacionales no tuvieron esa crianza y aún así votaron, en nación tras nación, década tras década posguerra, por varios sabores de estabilidad. Lo que ellos compartían era experiencia juvenil de una ideología fuera de control. Esa generación ya es venerada hasta el punto de la insulsez. Bush no debería serlo. Un recuento con matices debe incluir su pasividad inicial en temas de derechos civiles y su apuesta a veces sórdida por la Casa Blanca en 1998. Pero estos tropiezos a los bordes oscuros de la política destacan precisamente porque no son característicos.

En general, tuvo un sentido de moderación que es consistente con encuentros formativos con su opuesto. Crisis o no crisis, mucha inmigración o ninguna, quizás Occidente siempre iba a ser sugestionable para extremistas una vez que su generación se desvaneciera y se llevara con ella sus experiencias instructivas.

El orden social es en cierto sentido autocancelable. Entre más tiempo lo tiene la gente, más lo da por sentado. Los eventos históricos que advierten en contra de esa complacencia pasan de la memoria viva al folklore a algo más como un rumor. Las ideas que habrían hecho a sus antepasados temblar se vuelven creíbles, incluso emocionantes.

Podríamos estar viviendo ese fenómeno: una apertura a extremos políticos nacidos de una distancia histórica de su último ensayo y error.

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