Las grietas de la Ley Ricarte Soto

Fue el principal anuncio que se hizo en materia de salud el pasado 21 de mayo. Transversalmente, la sociedad aplaudió que el Estado se hiciera cargo del financiamiento de enfermedades de alto costo. Sin embargo, el sector científico resintió la incorporación de disposiciones que regulan las investigaciones biomédicas, previendo un negativo impacto en la actividad. Por Carmen Mieres G.

Por: | Publicado: Viernes 19 de junio de 2015 a las 04:00 hrs.
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ra uno de los anuncios más esperados por la población en la cuenta pública que la presidenta Michelle Bachelet rindió ante el Congreso pleno el pasado 21 de mayo. Un proyecto de ley que formaba parte de los compromisos adquiridos por la autoridad en su programa de gobierno, que firmó el 9 de enero de este año y que, por lo acotado de los plazos en que se quería promulgar, hizo correr a los parlamentarios, que trabajaron en los últimos detalles hasta el día previo a la fecha que celebra las Glorias Navales. El punto fuerte dentro de las rendiciones en materia de salud que la mandataria hizo, durante una jornada en que debió reconocer algunas “debilidades en la gestión estatal”.

Ese pasado 21 de mayo, hubo aplausos transversales desde todos los sectores para el anuncio del “Sistema de Protección Financiera para Tratamientos de Alto Costo”, más conocido como “ley Ricarte Soto” en recuerdo del fallecido periodista que durante sus últimos meses de vida luchó para que se creara un fondo nacional que financiara este tipo de medicamentos. Y cómo no, si Chile tiene el gasto de bolsillo más alto de entre los países que integran la OCDE, ubicándose en un rango que está entre el 85% y 90%, casi duplicando el nivel promedio del resto de los miembros del organismo de cooperación internacional (40%).

Con esta iniciativa, las personas a quienes el aparato público financiaba tratamientos de alto costo pasarán de un pequeño grupo de 2.000 pacientes, a un estimado de 20 mil –sin importar el sistema previsional que posean– en la primera etapa de puesta en marcha de la ley promulgada el 1 de este mes, en una ceremonia en el Palacio de La Moneda.

Y aunque en el transcurso de la discusión parlamentaria hubo voces que criticaron el “escaso” presupuesto del fondo de finamiento –$ 30.000 millones este año que llegarán a $ 100.000 millones en 2017–, lo cierto es que la sensación general que quedó fue que “es mejor que nada” y que estos fondos representan un piso desde el cual sólo es posible crecer.

Se trata de una política pública que viene a resolver, al menos en parte, las inequidades que se dan en materia de salud en Chile al facilitar el acceso a tratamientos que significan un descalabro económico para muchas familias, por medio de un modelo solidario. Es el análisis que mayoritariamente se hace de este sistema, existiendo consenso en valorar como un claro avance el hecho de que el Estado se haga cargo, por ley, de garantizar el financiamiento de diagnósticos y terapias costosos, que de otra forma serían inabordables por los pacientes.

Pero donde también existe acuerdo es en el rechazo rotundo de científicos, investigadores, académicos y representantes de la industria farmacéutica en torno a otros aspectos de esta ley, que tocan a la investigación clínica que se realiza en Chile. Grave, es la palabra que se repite entre diversos representantes al calificar la introducción de modificaciones al Código Sanitario, incorporando normas que regulan a los ensayos clínicos con productos farmacéuticos y elementos de uso médico.

La responsabilidad a todo evento del patrocinador del estudio clínico, por daños producidos por la investigación, y la obligación de dar continuidad del tratamiento al sujeto que haya participado de la misma, son los puntos de la discordia que, según el director del Observatorio de Bioética y Derecho de la Universidad del Desarrollo (UDD), Alberto Lecaros, fueron diseñados para fijar fuertes estándares pero a un solo tipo de investigación, aquélla que se desarrolla con enfermedades raras y que, por lo general, realiza la industria farmacéutica internacional.

Científicos e investigadores plantean que estas modificaciones harán que el país deje de ser atractivo para llevar a cabo investigaciones biomédicas y con ello, afirman, la actividad científica se estancará, dejando de producir conocimiento vital para el desarrollo del país en su conjunto y afectando también a las personas de las cuales la ley Ricarte Soto se hace cargo.

Lecaros observa que el desincentivo recorrerá tres caminos: “La investigación nacional financiada con fondos chilenos tendrá un costo muy alto para operar, especialmente por una norma de responsabilidad tan vaga. El registro de medicamentos se desincentivará para evitar que la industria asuma los costos de obligación del tratamiento después del ensayo. Y bajo este nuevo marco regulatorio, la industria decidirá no hacerlos, afectando a mucha de la investigación médica nacional que se realiza con su patrocinio”.

el impacto en el sector

Nadie entiende muy bien por qué se incluyó un área relacionada con la investigación clínica con uso de medicamentos, en una ley “que fue sacada entre gallos y medianoche”, como acusa una fuente del sector farmacéutico.

La profesora titular de la Facultad de Medicina de la Universidad Diego Portales, Dra. Sofía Salas, estima que un cambio legislativo de la ley 20.120 –que apunta a la investigación con seres humanos– para incorporar estos aspectos, hubiese requerido de una discusión más amplia, pero que dado el compromiso de sacar esta ley para el 21 de mayo, “es muy probable” que por la premura no se dieran las instancias necesarias para recabar antecedentes desde el mundo científico.

Plantea, además, que por la complejidad técnica de estos cambios, “es posible que no todos los legisladores hayan comprendido a cabalidad sus consecuencias en la investigación biomédica que se realiza en Chile. Debido a que estos puntos no estaban regulados pero sí contenidos en la mayoría de las normas y declaraciones internacionales sobre la investigación, era deseable que la propuesta legislativa hubiese sido equivalente a lo que estas normas internacionales indican”.

La vicedecana de Investigación y Postgrado de la Facultad de Medicina de la Universidad de los Andes, Dra. María Teresa Valenzuela, va un poco más allá y afirma que las posturas del mundo científico respecto a lo negativo que era incluir estos puntos en una ley que califica como “maravillosa”, no fueron consideradas en la discusión “por celos con la industria farmacéutica”.

En ese sentido, aclara que “las actuales autoridades de salud tienen la percepción de que quienes trabajan para llevar a cabo los estudios, quedan comprometidos con el laboratorio que los sustentó, no comprendiendo que ser investigador implica tener una mirada de ampliar el espectro de nuevos, mejores y más seguros medicamentos”.

Academias científicas, sociedades médicas, facultades de medicina, expertos en bioética, representantes de los grandes laboratorios multinacionales que operan en Chile, facultades de medicina, centros de investigación y el propio Colegio Médico manifestaron su disconformidad con este articulado –específicamente el artículo 111E y 111C– e hicieron llegar sus preocupaciones al Parlamento durante la tramitación de la ley, haciendo ver que estas disposiciones poca relación tenían con la idea matriz del proyecto y pidiendo, por consiguiente, que fueran sacadas del texto para una discusión técnica y científica más reposada y al alero de la ley 20.120.

El vicepresidente ejecutivo de la Cámara de Innovación Farmacéutica (CIF), Jean Jacques Duhart, cuyos asociados son responsables por aproximadamente el 63% de la investigación clínica que realizan las empresas internacionales en Chile, lo expresa en términos muy duros y dibuja un escenario poco alentador para los estudios que se conducen en el país, que están en un rango de entre 60 y 70 ensayos clínicos multicéntricos al año.

Según ClinicalTrials (el “INE” científico internacional), Chile presenta el mayor número de estudios clínicos multicéntricos, fundamentalmente de fase III en las áreas de enfermedades del sistema endocrino, sistema nervioso central y digestivo.

“Las dos condiciones son preocupantes, ya que plantean un escenario en donde Chile deja de ser atractivo, por lejos. Si no se investiga, no hay nuevos desarrollos y, sin ellos, no hay mayor valor. Todo esto, en el fondo, genera dos cosas: un riesgo inmanejable y un alejamiento de Chile de las buenas prácticas internacionales, por lo que esta investigación clínica, que es multicéntrica, se va a demorar un mes en irse a otro lado. Sigamos, entonces, con la esperanza de vida que el ser humano tenía en el Imperio Romano”, opina.

En concreto, ¿qué perdería el país? Una inversión anual de US$ 51 millones, casi el doble de los recursos con los que cuenta el Fondo de Fomento al Desarrollo Científico y Tecnológico (Fondef), del Conicyt, al año (US$ 33 millones); un gasto del 6% en I+D como porcentaje de las ventas de las empresas que patrocinan estas investigaciones, según cifras de la CIF, y su posición actual de liderazgo en América Latina en esta materia, medida por la cantidad de ensayos clínicos per cápita que se llevan a cabo, de acuerdo con Duhart.

Además de afectar directamente a los 120 investigadores de universidades, hospitales y otros centros especializados –como los que trabajan con terapias celulares– que participan de estos estudios y que hagan investigación con fármacos, devices y productos biológicos, junto con los cerca de 5.500 pacientes sujetos de ensayos clínicos. ClinicalTrials calcula que en 2010, Centro y Sudamérica concentraron a más de un cuarto de todos los sujetos reclutados en estudios clínicos en el extranjero.

“Los ensayos clínicos controlados son un tipo de investigación con procesos y procedimientos complejos desde el punto de vista ético, regulatorio, metodológico y logístico, necesarios para verificar la eficacia y seguridad de un producto farmacéutico en seres humanos. Tienen un impacto muy positivo en capacitación, en estandarización de procedimientos, de registros, de comportamiento ético, así como en el desarrollo del conocimiento, de la investigación y de tecnologías”, destaca la vicedecana de Investigación y Postgrado de la Facultad de Medicina de la Universidad de los Andes.

El fondo de las normas

En el Artículo 111E se señala que los titulares de las autorizaciones para uso provisional de medicamentos para fines de investigación, serán responsables de los daños que causen con ocasión de la misma, aunque ellos se deriven de hechos o circunstancias que no se hubieran podido prever o evitar según el estado de los conocimientos de la ciencia o de la técnica existentes en el momento de producirse. Acreditado el daño, se presumirá que éste se ha provocado por la investigación y la acción para perseguir esta responsabilidad prescribirá en un plazo de 10 años.

“Puede haber causas naturales, biológicas, politratamientos y enfermedades concomitantes que influyan, pero si se presume que todo daño acreditado deriva de la investigación, ¿cómo se va a diferenciar que un daño forma parte de la historia natural de una enfermedad, especialmente de una patología crónica?”, se pregunta la Dra. Valenzuela.

Lecaros observa que esta disposición presenta “serios problemas” de redacción, pues no limita los daños a aquéllos relacionados con la investigación y, en cambio, fija presunciones y prescripciones “más fuertes” que las de legislaciones de países OCDE.

Y aunque finalmente se sacó lo referido a responsabilidad solidaria entre la empresa dueña del medicamento, el patrocinador del estudio, los investigadores y los centros a los que pertenecen, puede darse el caso, ejemplifica Lecaros, que al no existir una póliza que garantice los daños a todo evento, termine aplicándose la regla general de responsabilidad civil extracontractual que exige la solidaridad entre los actores.

“Las universidades y el propio Estado tendrán que pensar, antes de invertir en biomedicina, lo que significa el aumento de los costos por la judicialización de los afectados por ensayos”, esgrime el director del Observatorio de Bioética y Derecho de la UDD.

En el artículo 111C, en tanto, se establece que el paciente sujeto de ensayo clínico, y una vez que éste haya terminado, tendrá derecho a que el titular de la autorización especial para uso provisional para fines de investigación y, con posteridad el titular del registro sanitario de que se trate, le otorgue a su costa, la continuidad de tratamiento por todo el tiempo que persista su utilidad terapéutica y conforme al protocolo de investigación respectivo.

Con esta disposición, “el propio Estado genera un agujero en la institución del registro y eso es muy grave porque se pone en riesgo al paciente. Se instauró con esto un ‘registro sin registro’. Es decir, se hace la investigación para demostrar las bondades del producto, pero se obliga al fabricante a continuar ese tratamiento no hasta que esté registrado, sino que de forma indefinida”, argumenta Duhart, para quien la norma incluso contradice la Resolución Exenta 403 que fue dictada por el mismo Instituto de Salud Pública (ISP) en febrero de este año y que señala que la obligación de dar tratamiento después de los ensayos, se debe determinar en conjunto por el médico tratante, el investigador y el comité ético científico.

“Sin esta evaluación de terceros calificados, se abre una ventana para la judicialización de este derecho por personas que podrían hacer exigible el tratamiento, aun cuando no sea adecuado para proteger su salud”, agrega Lecaros.

En ese sentido, la Dra. Valenzuela recuerda que el objetivo de los estudios clínicos es justamente probar nuevas y mejores drogas o vacunas, pero que no necesariamente serán los medicamentos que deberán ser usados sin antes pasar por la prescripción médica y un análisis de las características del paciente, el tiempo de tratamiento y la dosis.

También desde la Asociación Chilena de Facultades de Medicina (Asofamech) observan con preocupación este punto. El past president de la entidad, Dr. Luis Ibáñez, explica que tal como está formulada esta disposición en la ley, no se contemplan las condiciones para calificar la utilidad del tratamiento, “lo que deja a los investigadores en una difícil situación. Muchos de los resultados se conocen meses después de haber incorporado a los pacientes y, por lo tanto, será muy difícil prever estas situaciones desde el punto de vista del financiamiento de la investigación”, detalla quien también es decano de la Facultad de Medicina de la Universidad Católica.

El 4 de mayo, Asofamech envió su postura a la Comisión de Salud del Senado, advirtiendo que la norma de continuidad de tratamiento puede generar la “falsa expectativa” de que la participación en estudios clínicos garantizará la disponibilidad de un tratamiento efectivo por largo plazo.

Y al hacer extensivo este mandato al titular de un registro sanitario, aunque no haya realizado el ensayo clínico, “va a desincentivar el registro de productos innovadores de alto costo para evitar esta carga”, dejando a la población sin acceso a los avances de la ciencia biomédica.

Aunque con la disposición se procura un bien –continuidad del tratamiento–, para la Dra. Silva es discutible que éste sea por completo carga del patrocinador del estudio.

“Que se garantice gratuidad de por vida, podría ser una cierta forma de coerción para que el sujeto se enrole, perdiendo la capacidad de tomar decisiones autónomas y también podría plantearse un tema de justicia, en la medida que se incline aún más la balanza para reclutar a pacientes de menor nivel económico”, argumenta. 

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