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Recuperar el sentido de la historia islámica

Por: Martino Diez | Publicado: Viernes 3 de julio de 2015 a las 04:00 hrs.
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En el mundo islámico actual “cada uno cree ser el musulmán auténtico y que todos los demás están fuera de la comunidad”. Este es en resumen el diagnóstico que el shaykh de la universidad de Al-Azhar, Ahmad at-Tayyeb, hizo en la conferencia islámica sobre lucha contra el terrorismo celebrada en La Meca a finales de febrero. Técnicamente es el problema del takfîr, es decir, la “declaración de descreimiento” con que los grupos terroristas justifican sus crímenes, un término que remite al debate teológico, tan antiguo como el islam, sobre el estatuto del “gran pecador”: ¿sigue siendo creyente o queda excluido de la comunidad musulmana como pagano? Para los yihadistas modernos, que en esto emulan a la antigua secta de los kharijitas, la respuesta es la segunda opción: aquel que no se una a su causa es musulmán solo de nombre, y por tanto puede ser lícitamente asesinado.

El diagnóstico va acompañado del discurso de shaykh con un tono de disgusto y de acusación. El disgusto por los yihadistas que tienen “corazones más duros que la piedra”, y la acusación en cambio por las “fuerzas neocolonialistas aliadas al sionismo mundial” que habrían tendido a los musulmanes la trampa del takfîr, aplicando el principio del “divide y vencerás”. Los musulmanes, por su lado, habrían caído en masa, con el resultado de que “Iraq está perdido, Siria en llamas, Yemen lacerado y Libia destruida”. Una fotografía sintética pero completa del desastre que “ha ahogado la verdadera imagen del islam en Oriente y Occidente, y casi diría que incluso ante los ojos mismos de la nueva generación musulmana”.

Emergencia educativa

Aunque estas reflexiones pueden sonar inéditas para el público occidental, en realidad se trata de consideraciones que el shaykh lleva meses proponiendo en sus intervenciones públicas. La novedad está sobre todo en el intento de identificar las causas del yihadismo. En su opinión, no bastan para explicarlo la pobreza o los abusos en las cárceles. El verdadero problema es la educación. No habrá solución “mientras no controlemos la educación que se da en nuestras escuelas y universidades”.

Es difícil no estar de acuerdo con esta afirmación de principio. Pero hay ciertos matices que pueden ayudar a situar mejor la propuesta y sus límites. Dicho en pocas palabras, At-Tayyeb, y con él numerosas autoridades religiosas, parecen creer posible una reestructuración parcial del edificio del saber islámico, que se limite a aislar y reparar la grieta abierta por el takfîr, sin meter mano a las estructuras que lo sostienen. Ciertas consideraciones sugieren en cambio la necesidad de una intervención mucho más radical, que probablemente tendrá que llegar a invertir los fundamentos mismos de dicho edificio.

En primer lugar, no hay que infravalorar la amplitud de la crisis que sufre hoy el sistema educativo en gran parte del mundo islámico. Históricamente, los poderes coloniales habían dejado en herencia a Oriente Medio una red de escuelas a la europea, pero pensadas solo para la élite. Conseguida la independencia, algunos estados recurrieron a la vía de la arabización de la educación, que acabó sin embargo en un fracaso sustancial. Aún hoy en casi todos los países árabes las materias científicas, más allá del nivel elemental, las imparten directamente en inglés o francés, lo que ciertamente no ayuda a resolver el dualismo entre ciencias modernas y cultura tradicional. Pero sobre todo los estados post-coloniales, a excepción de las monarquías petrolíferas, han asistido impotentes al colapso de su propio sistema educativo a causa de la explosión demográfica, acompañada a veces de políticas económicas erradas. En Egipto, los profesores estatales reciben un salario irrisorio. En consecuencia, muchos de ellos sencillamente no dan clase y viven impartiendo clases particulares a aquellos alumnos que se lo pueden permitir.

Un problema específico se añade además a la educación religiosa. En la mayor parte de los casos, esta enseñanza la imparten con manuales estatales con contenidos a veces discutibles. A decir verdad, en estos años se ha hecho alguna mejora, por ejemplo en Túnez, Líbano o Jordania, pero aún queda un largo camino. Por lo demás, la formación de los expertos en ciencias religiosas tampoco está exenta de dificultades. Los antiguos kharijitas no son los únicos en haber utilizado el arma del takfîr, también lo ha hecho, más recientemente, el movimiento wahabita, pilar ideológico de la moderna Arabia Saudí. ¿Podrá ahora la monarquía saudí cortar la rama sobre la que se asienta? La pregunta no es poco para valorar la probabilidad de éxito de una movilización anti-takfîr.

Cambiar el paradigma

En un nivel más profundo, no hay que olvidar en todo caso que la mayor parte de los yihadistas no se radicaliza en la escuela, ni en las horas de educación islámica, ni en las mezquitas, expresión del islam tradicional, sino en internet. Por tanto, no es cuestión de cambiar ciertos libros de texto, ni siquiera de intervenir en el discurso religioso de los ulemas, sino de un clima general que pide ser modificado.

En esta operación de replanteamiento, una ayuda fundamental podría venir probablemente de un elemento aparentemente secundario: la recuperación del sentido de la historia. En la versión hoy dominante, esta se abre de hecho por la península arábiga con una edad de la ignorancia (en árabe jâhiliyya), correspondiente a la época preislámica, a la que sigue, en una ruptura total, la llegada del islam. Es una visión históricamente infundada y sobre todo teológicamente peligrosa, porque tiende a acreditar la idea de una fe pura que se habría instaurado en un contexto acultural. No en vano, la idea de la jâhiliyya la retoman grandes ideólogos yihadistas del siglo XX, empezando por Sayyid Qutb, para calificar a las sociedades musulmanes de la época y hacer lícita la acción armada contra los gobiernos, es decir, otra vuelta al takfîr. Siempre aquí nace ese movimiento de repulsa hacia el pasado que, en un crescendo de radicalización, llega trágicamente a manuscritos ardiendo y a estatuas derribadas como estos días el Isis muestra en la web. Frente a todo esto, escribía provocadoramente el intelectual libanés Samir Kassir, “bien podemos imaginar qué revolución copernicana comportaría admitir la existencia de una edad de oro anterior a la edad de oro”.

Por otra parte, se perpetúa en cambio en el mundo islámico una visión idealizada de las primeras décadas tras la muerte de Mahoma, la llamada época de los compañeros, considerada como expresión de una perfección ya inalcanzable. También en este caso, rendir cuentas con el hecho de que esa época fue un periodo de intensas luchas internas, de traiciones y asesinatos, de reducción de la razón a fines políticos, podría ayudar a liberarse del complejo de que “lo mejor ya ha quedado atrás”.

Así, aun sin llegar a tocar el espinoso problema de la historicidad de los textos fundadores del islam, que por el momento sigue siendo prerrogativa de unos pocos pensadores aislados, sería posible introducir una mirada crítica hacia el propio pasado, que permita mirar de manera más creativa los desafíos actuales, liberándonos de la ilusión de que la solución ya la han formulado otros. Si luego a esto se añadiese, como método, una mayor atención a la dimensión sapiencial, hoy totalmente devaluada a favor de una visión positivista en el campo científico y legalista-literal en el ámbito religioso, se podría esperar un verdadero punto de inflexión en el campo educativo, que tienda naturalmente al abandono de la práctica del takfîr.

En caso contrario, el discurso islámico oficial quedará siempre a merced de las modas y exigencias del momento. Después de haber santificado el nacionalismo árabe, después de haber probado la naturaleza socialista del islam, después de haber virado hacia el liberalismo, este mismo discurso se prepara hoy para condenar el takfirismo. Quién sabe qué pasará mañana.


LLANTO POR MOSUL

Hace exactamente un año, las campanas dejaron de sonar en la ciudad iraquí de Mosul, que albergaba en su seno algunas de las iglesias más antiguas de la cristiandad, y una antiquísima comunidad que desde el siglo VII celebraba la liturgia caldea. La bandera negra del Daesh comenzaba a ondear en las azoteas de una metrópoli de casi dos millones de habitantes, la tercera de todo el país. Los yihadistas no tuvieron que hacer mucho gasto para poner en fuga a unas tropas iraquíes muy superiores en armamento y número, pero desmoralizadas, sin horizonte ideal ni liderazgo. La política sectaria del chií Al Maliki había descoyuntado el frágil equilibrio entre las comunidades que conforman el país, generando una fractura entre chiíes y suníes que ha sido aprovechada por la efervescencia odiosa pero eficaz del Daesh. La noche del 15 al 16 de junio, los aproximadamente 15.000 cristianos que habían permanecido en sus casas pese a toda la violencia acumulada durante los últimos años, recibieron un ultimátum frío y cortante: debían elegir entre convertirse al islam, pagar el impuesto señalado para los infieles (yizhia) o abandonar definitivamente la ciudad. En caso contrario serían decapitados. Ni uno solo renegó de su fe. Así comenzó un éxodo que merece entrar en los libros de historia, con miles de familias que, apenas con lo puesto, abandonaron la llanura de Nínive para dirigirse hacia la región del Kurdistán, el único puerto que les ofrecía una mínima seguridad para conservar a un tiempo la vida y la fe, no la una sin la otra. El drama, es cierto, no concierne sólo a los cristianos, aunque ellos hayan sido, desde la nefasta invasión norteamericana de 2003, como la barra candente que se golpea sin piedad entre el yunque y el martillo. Los yazidíes y los chiíes, minoritarios en la región de Mosul, sufrieron también el odio absurdo pero preciso del Daesh. También ellos se encaminaron hacia el Kurdistán, dejando una ciudad oscura y amarga, dominada por el terror las veinticuatro horas. Los testimonios que llegan sobre la vida cotidiana regida por los matarifes provocan escalofrío. Así se ha consumado la primera limpieza étnica y religiosa del siglo XXI, ante los ojos atónitos de una comunidad internacional torpe y lenta para entender y para actuar. Porque aunque no seamos expertos en estrategia militar, resulta llamativo que la formidable maquinaria de guerra de la coalición liderada por los Estados Unidos apenas haya hecho mella en la fortaleza del Daesh, bien es cierto que los yihadistas cultivan un diabólico culto a la muerte. La guerra soterrada entre suníes (comandados por Arabia Saudí) y chiíes (liderados por Irán) desangra el mundo musulmán y debilita la concertación contra el pretendido Califato. Iraq no es ya, por desgracia, una nación unida, sino un conjunto de territorios yuxtapuestos. De hecho las acometidas contra el Daesh las llevan a cabo milicias chiíes de obediencia iraní, que suscitan en la población de la llanura de Nínive tanto rechazo (o quizás más) que los propios yihadistas.

Con razón ha dicho un veterano de la guerra de Afganistán, el ex general Stanley McChrystal, que falta una estrategia política para derrotar al Daesh. Son las palabras de un militar que conoce el paño. Pero mucho más completa y articulada es la formulación del indomable Patriarca de los Caldeos, Louis Sako, quien ha dicho que sin una reconciliación nacional que permita la unidad de todas las comunidades de Iraq, será imposible derrotar al yihadismo. Cuando se cumple un año del hundimiento de la querida ciudad de Mosul en la niebla sucia que la envenena, el Patriarca Sako se ha dirigido a los miles de cristianos refugiados en el Kurdistán para desearles un pronto retorno a sus casas, recordándoles que aquella "es la tierra de nuestros padres y de nuestros abuelos, es parte de nuestra historia y de nuestras memorias". Resistente a cualquier desesperanza, Sako insiste en el valor histórico de la reconciliación,

que implica que los gobernantes y los líderes religiosos de las diversas comunidades acuerden un plan bien preciso para alcanzar la paz, estabilidad y prosperidad de la nación. Un plan que debe proteger a todos, para que no muera "ni un solo ciudadano iraquí a causa de su religión o de la doctrina confesada, a causa de su lengua o de su pertenencia". Quizás parezca un sueño, pero no hay alternativa posible a lo que propone el Patriarca caldeo, el único que hoy, en Iraq, habla con el horizonte de una nación unida en la mente y el corazón. Mientras tanto, los miles de cristianos asentados en el Kurdistán se debaten entre el justo deseo de volver a su tierra y el sueño de emigrar a Occidente, donde asegurar una vida mejor para sus hijos. En Mosul las cruces han sido abatidas y las iglesias profanadas, mientras la antigua alegría ha sido borrada de sus calles. No demasiado lejos, en Erbil, los cristianos celebran la eucaristía, trabajan y enseñan a los niños. A veces, incluso, hacen fiesta. Saben que acá o allá, su fe es el único tesoro que no puede serles arrebatado. Y con ese tesoro afrontan el drama que aún no se ha cerrado, ni para ellos ni para nosotros.

JOSÉ LUIS RESTÁN PÁGINAS DIGITAL

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