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Un sorprendente ecumenismo (y II)

Por: Antonio Spadaro | Publicado: Viernes 25 de agosto de 2017 a las 04:00 hrs.
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Director de La Civilta Cattolica

Esta reflexión es continuación del artículo publicado en este espacio el viernes 18 de agosto pasado.

El ecumenismo fundamentalista

Apoyándose en los valores del fundamentalismo, se está desarrollando una extraña forma de ecumenismo sorprendente entre fundamentalistas evangélicos y católicos integristas, unidos por la misma voluntad de obtener una influencia religiosa directa en la dimensión política.

Algunos que se profesan católicos se expresan a veces con formas hasta hace poco desconocidas en su tradición y muy cercanas a tonos evangélicos. En términos de atracción de masa electoral, a estos votantes se les define como “value voters”. El universo de convergencia ecuménica entre sectores que paradójicamente son concurrentes en términos de pertenencia confesional está bien definido. Este encuentro por objetivos comunes tiene lugar en el terreno de temas como el aborto, el matrimonio entre personas del mismo sexo, la educación religiosa en las escuelas y otras cuestiones consideradas genéricamente morales o vinculadas a valores. Tanto los evangélicos como los católicos integristas condenan el ecumenismo tradicional, y sin embargo promueven un ecumenismo del conflicto, que les une en el nostálgico sueño de un estado de rasgos teocráticos.

La perspectiva más peligrosa de este extraño ecumenismo se puede adscribir a su visión xenófoba e islamófoba, que invoca muros y deportaciones purificadoras. La palabra “ecumenismo” se traduce así en una paradoja, en un “ecumenismo del odio”. La intolerancia es marca celestial del purismo, el reduccionismo es exégesis metodológica, y el ultraliteralismo es la clave hermenéutica.

Es evidente la gran diferencia que existe entre estos conceptos y el ecumenismo propuesto por el Papa Francisco con diversas referencias cristianas y de otras confesiones religiosas, que se mueve en la línea de la inclusión, de la paz, del encuentro y de los puentes. Este fenómeno de ecumenismos opuestos, con percepciones contrapuestas de la fe y visiones del mundo donde las religiones desempeñan papeles irreconciliables, tal vez sea el aspecto más desconocido y al mismo tiempo más dramático de la difusión del fundamentalismo integrista. A este nivel se comprende el significado histórico del empeño del pontífice contra los “muros” y contra toda forma de “guerra de religión”.

La tentación de la “guerra espiritual”

En cambio, el elemento religioso nunca debe confundirse con el político. Confundir poder espiritual y poder temporal significa someter uno al otro. Un rasgo neto de la geopolítica del Papa Francisco consiste en no dar costas teológicas al poder para imponerse o para encontrar un enemigo interno o externo que combatir. Hay que huir de la tentación transversal y “ecuménica” de proyectar la divinidad en el poder político que se reviste para alcanzar sus propios fines. Francisco vacía desde dentro la máquina narrativa de los mileniarismos sectarios y del “dominionismo”, que se prepara para el apocalipsos y el “choque final”. La insistencia en la misericordia como atributo fundamental de Dios expresa esta exigencia radicalmente cristiana.

Francisco quiere romper el vínculo orgánico entre cultura, política, instituciones e Iglesia. La espiritualidad no puede ligarse a gobiernos o partidos militares, pues está al servicio de todos los hombres. Las religiones no pueden considerar a algunos como enemigos declarados ni a otros como amigos eternos. La religión no debe convertirse en garantía para las clases dominantes. Pero es justamente esta dinámica de espurio sabor teológico la que intenta imponer la propia ley y la propia lógica en el terreno político.

Llama la atención una cierta retórica utilizada por ejemplo por los columnistas de Church Militant, una plataforma digital estadounidense de éxito, abiertamente declarada a favor de un ultraconservadurismo político que usa símbolos cristianos para abrirse paso. Esta instrumentalización se define como “cristianismo auténtico”. Para expresar sus preferencias, ha creado una analogía concreta entre Donald Trump y Constantino por un lado, y entre Hillary Clinton y Diocleciano por otro. Las elecciones norteamericanas, desde esta óptica, se han visto como una “guerra espiritual”.

Este enfoque bélico y “militante” resulta claramente fascinante y evocador para cierto público, sobre todo por el hecho de que la victoria de Constantino –dada por imposible contra Majencio, que tenía detrás a todo el establishment romano– debía atribuirse a una intervención divina: in hoc signo vinces.

Church Militant se pregunta entonces si la victoria de Trump se puede atribuir a la oración de los americanos, y la respuesta sugerida es positiva. La consigna indirecta para el presidente Trump, nuevo Constantino, está clara: debe actuar en consecuencia. Un mensaje muy directo, por tanto, que quiere condicionar la presidencia, dándole connotaciones de elección “divina”. In hoc signo vinces.

Hoy más que nunca es necesario despojar al poder de sus pomposos ropajes confesionales, de sus corazas, de sus armaduras oxidadas. El esquema teopolítico fundamentalista quiere instaurar el reino de una divinidad aquí y ahora. Y la divinidad obviamente es la proyección ideal del poder constituido. Esta visión genera la ideología de la conquista.

El esquema teopolítico verdaderamente cristiano es en cambio escatológico, es decir, mira al futuro y quiere orientar la historia presente hacia el Reino de Dios, reino de justicia y de paz. Esta visión genera un proceso de integración que se despliega con una diplomacia que no corona a nadie como “hombre de la Providencia”.

También por eso la diplomacia de la Santa Sede quiere establecer relaciones directas, fluidas, con las superpotencias, pero sin entrar en redes de alianzas e influencias preconcebidas. En este escenario, el Papa no quiere dar ni bofetadas ni razones, porque sabe que en la raíz de los conflictos siempre hay una lucha de poder. Por tanto, no hay que imaginar una “alineación” por motivos morales o, peor aún, espirituales.

Francisco rechaza radicalmente la idea de actualizar el Reino de Dios en la tierra, que estaba en la base del Sacro Romano Imperio y de todas las formas políticas e institucionales semejantes, hasta la dimensión del “partido”. De hecho, así entendido el “pueblo electo” entraría en un complicado cruce de dimensiones religiosas y políticas que le haría perder la conciencia de estar al servicio del mundo y lo podría contraponer a los que están lejos, a los que no pertenecen, es decir, al “enemigo”.

Por tanto, nunca hay que entender las raíces cristianas de los pueblos de forma étnica. Las nociones de “raíces” e “identidad” no tienen el mismo contenido para el católico y para el neopagano identificado. El etnicismo triunfalista, arrogante y reivindicativo es más bien lo contrario del cristianismo. El pasado 9 de mayo, en una entrevista con el diario francés La Croix, el Papa dijo: “Sí, Europa tiene raíces cristianas. El cristianismo tiene el deber de regarlas, pero con espíritu de servicio, como en el lavatorio de los pies. El deber del cristianismo hacia Europa es el de servicio”. Y añadió: “la aportación del cristianismo a la cultura es la de Cristo con el lavatorio de los pies, es decir, el servicio y el don de la vida. Y no debe ser una aportación colonialista”.

Contra el miedo

¿En qué sentimiento se apoya la persuasiva tentación de una alianza espuria entre política y fundamentalismo religioso? En el miedo a la ruptura del orden constituido y en el temor al caos. De hecho, funciona gracias al caos que se percibe. La estrategia política del éxito consiste en elevar el tono del conflicto, exagerar el desorden, agitar los ánimos del pueblo, proyectando escenarios inquietantes más allá de todo realismo.

La religión en este punto se convertiría en garante del orden, y una parte política encarnaría sus exigencias. El llamamiento al apocalipsis justifica el poder querido por un dios o en connivencia con un dios. El fundamentalismo se revela así no como el productor de la experiencia religiosa, sino como una concepción pobre e instrumental de la misma.

Por eso Francisco está desarrollando una contra-narración sistemática respecto a la narrativa del miedo. Por tanto, hay que luchar contra la manipulación de esta época de ansiedad e inseguridad. Precisamente por eso, con valentía, Francisco no da legitimación teológico-política alguna a los terroristas, evitando así cualquier reducción del islam al terrorismo islamista. Ni siquiera a aquellos que postulan y quieren una “guerra santa” o que construyen barreras con alambre de espino. De hecho, el único alambra de espino para el cristiano es el de la corona de espinas en la cabeza de Cristo.

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