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Cómo salvar a la política climática de las guerras culturales

Martin Sandbu© 2021 The Financial Times Ltd.

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Este año, cada familia de cuatro miembros de la zona rural de Saskatchewan recibirá del gobierno canadiense US$ 1.100 como un crédito fiscal reembolsable. Eso corresponde aproximadamente a la cantidad que Ottawa recauda anualmente en impuestos sobre el carbono de los ciudadanos de la provincia, para la mayoría de los cuales el “pago de Incentivo por Acción Climática” (CAI, por sus siglas en inglés) cubre con creces los costos adicionales a los que se enfrentan a causa del impuesto.

Se trata de uno de los pocos casos reales de “impuesto y dividendos del carbono”, una política de la que Columbia Británica fue pionera a nivel provincial. Sin embargo, es el enfoque más prometedor si los países quieren superar el mayor obstáculo que queda en el camino de la descarbonización.

Hemos avanzado mucho en ese camino. Las políticas para ecologizar la economía, como los impuestos sobre el carbono y el comercio de derechos de emisión, están bien entendidas, y llegar a cero emisiones netas de carbono es tecnológica y comercialmente viable. Pero el mayor obstáculo aún está por delante: movilizar la voluntad política y el apoyo público masivo que favorezcan las soluciones que sabemos que son necesarias, pero que son más radicales y exigentes que todo lo que se ha hecho hasta ahora.

La mayoría de los políticos están nominalmente comprometidos con cero emisiones netas de carbono. Son menos los que están preparados para administrar el choque que conlleva una descarbonización significativa; las actividades intensivas en carbono se volverán dramáticamente más costosas o inconvenientes para quienes las emprendan.

La política del cambio climático corre el riesgo de quedar subsumida en las guerras culturales que han dividido a las sociedades occidentales. Es fácil considerar que estas políticas simplemente pretenden penalizar el estilo de vida de todos, excepto el de los liberales urbanos. Y muchos, desde malintencionados Estados hasta empresas dependientes del carbono, tienen interés en alimentar subrepticiamente el escepticismo climático.

Sin embargo, la absoluta negación del cambio climático injertada en la anticoncienciación de injusticias y desigualdades apoyada por la extrema derecha no es el mayor problema. La verdadera amenaza de la guerra cultural es algo más sutil. El último obstáculo en el camino hacia la descarbonización no es convencer al público de que el cambio climático es real, sino superar las sospechas de que cualquier política es deshonesta, ineficaz y hace recaer la carga sobre los que menos merecen soportarla.

Fracasaremos si no conseguimos que una amplia aceptación del reto climático vaya acompañada de una aceptación igualmente amplia de los medios para abordarlo, asegurando que esos medios sean y se consideren justos.

Los llamamientos a una “transición justa” han demostrado que los políticos lo saben. Pero la palabrería al respecto no es suficiente. Aquellos temerosos de unas enérgicas políticas en contra del cambio climático tienen que percatarse de que esas políticas mejoran sus circunstancias de forma demostrable.

Eso es lo que hace que el experimento canadiense sea tan importante. La idea general del impuesto y de los dividendos del carbono combina un elevado impuesto sobre las emisiones con la redistribución de los ingresos a los individuos, sobre la base de una suma única igual o inclinada a favor de los pobres y de aquellos en las áreas menos pobladas. Sus partidarios van desde los influyentes republicanos estadounidenses hasta los partidos verdes europeos, pasando por los asesores económicos de los gobiernos alemán y francés, hasta James Hanson, el “padrino de la ciencia climática”.

Dado que los pobres emiten menos carbono en términos absolutos que los ricos, pero más en relación con su presupuesto, la parte del “dividendo” de la política compensa con creces a la mayoría de la población — en pagos directos — por el mayor precio de la energía al que se enfrentan. Es una distribución justa de las cargas, y la esperanza es que también sea considerada como justa.

Hasta ahora, en Canadá no ha tenido “un impacto mágico” en cuanto al aumento del apoyo al impuesto sobre el carbono, según Kathryn Harrison, una profesora de ciencias políticas de la Universidad de Columbia Británica. Pero ella ha sugerido que asegurar que el beneficio sea más visible pudiera marcar la diferencia. Cheques enviados por correo o pagos mensuales en cuentas, en lugar de un crédito en los cargos de impuestos anuales; un nombre que destaque el vínculo con el impuesto sobre el carbono; derechos individuales en lugar de familiares: todo esto pudiera hacer que el lado positivo de la política fuera más prominente en la mente de los votantes.

Ya parece imposible hacer una campaña para eliminarlo explícitamente sin un sustituto. En las actuales elecciones, los conservadores canadienses han renunciado a su antigua oposición a la tarificación del carbono. Y Harrison cree que si el Partido Liberal conserva el poder, su plan de aumento del impuesto sobre el carbono hará que los dividendos ocupen un lugar preponderante en la mente de los votantes. El impuesto sobre el carbono de US$ 170 por tonelada previsto para 2030 pudiera suponer pagos anuales de hasta US$4,000 por familia, según las estimaciones del gobierno.

Esas cantidades deberían convencer a muchos que dudan de que lo que es bueno para el planeta también es bueno para ellos. Los políticos que se toman en serio la política de cero emisiones deberían adoptar la política sin demora.

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