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Distracción

Padre Raúl Hasbún

Por: Padre Raúl Hasbún | Publicado: Viernes 31 de marzo de 2017 a las 04:00 hrs.
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Distraerse puede tener una acepción positiva y necesaria: divertirse, apartarse por un tiempo de lo que uno está haciendo, jugar, descansar. Pero ese tomar distancia o desenfocarse de la tarea emprendida suele ser causa y sinónimo de desgracia letal. Un conductor de bus, camión o automóvil no puede distraerse un segundo de la función y responsabilidad que asumió al sentarse al volante. Semanalmente las crónicas de fútbol reportan un partido ganado o ganable que se perdió porque "por ahí los muchachos se desconcentraron". No vale como excusa. Pesa como agravante. El campeón, el genio llegan a serlo por la ininterrumpida atención que ponen a lo que están haciendo y deben hacer en ese momento.

También el santo. Quien aspira a la perfección del amor debe formarse para ser maestro en el arte de concentrarse y no dispersar su atención. Difícil, muy difícil, como todas las artes y destrezas geniales. Particularmente difícil por el entorno ruidoso y la saturación de mensajes y estímulos que impiden hoy recogerse y "estar ahí". La descripción típica del adicto a la mensajería es que "está en otra"; atento a la curiosidad invencible del novísimo whatsapp; ávido de recibir y transmitir la última novedad, en rigor la última coartada para eximirse de crear él algo nuevo y mejor. A nuestros alumnos les cuesta mucho escuchar y más aún comprender y retener lo que les proponemos. Están dispersos, lejanos: desenfocados. La brutal imposición del ruido ambiental les ha robado el silencio interior, tierra fecunda de la inteligencia y del amor.

Algo similar ocurre con el que quiere orar y celebrar la liturgia. Orar es conversar con Dios. Dios es invisible y habla por signos o mociones internas de índole espiritual. Su Hijo, el Verbo, necesita un interlocutor en silencio. Y focalizado en una convicción: va a hablarme el Maestro. Nadie lo supera en sabiduría. Sus palabras no pasarán, porque siendo El eterno es por eso mismo contemporáneo. Me conoce mejor que nadie, mejor que yo. Habla con la autoridad del amor. Exige lo conveniente, necesario y posible. Promete y no deja de cumplir. Habla el Rey, de rodillas para servirme. Habla el Pastor, que me llama por mi nombre y da su vida por mí. Distraerme, pensar en otra cosa es descaro, vergüenza, despilfarro. ¿Qué otro Pastor tiene solvencia para prometer: "nada te habrá de faltar"?

Y en la liturgia eucarística la concentración deviene éxtasis total. Ese Maestro, Rey y Pastor no se contenta con hablar: está ahí para dar. Se da Él mismo, con el lenguaje y acto propios del enamorado: "aquí están mi cuerpo y mi sangre. Cómeme, bébeme. Soy todo tuyo. Para que tengas mi vida, mi gozo, mi paz".

Recibir ese don con displicente rutina y estando "en otra" sería, más que mala educación, una distracción fatal.

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