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Padre Raúl Hasbún

Por: Padre Raúl Hasbún | Publicado: Viernes 18 de agosto de 2017 a las 04:00 hrs.
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Se atribuye a John Langdon Down el haber sido el primero en describir, en 1866, la alteración genética hoy conocida como Síndrome de Down. Pero fue Jérôme Lejeune quien en 1958 descubrió su causa: la presencia de una copia extra del cromosoma 21. Por eso el síndrome suele nombrarse como “trisomía del par 21”.

Mi acercamiento a esta realidad provino, tempranamente, de dos experiencias. A media cuadra de mi casa teníamos un dentista que atendía en la suya. Tocaba yo el timbre y me abría la puerta una niña rubiecita de rostro achinado y hablar gutural. Yo no le entendía nada pero era siempre muy amable y me hacía pasar a la sala de espera. Por intuitiva discreción nunca pregunté quién era o de qué se trataba. Tres décadas más tarde, siendo yo sacerdote, mi dentista me pidió atenderlo en su lecho de próxima muerte. Hizo entrar a la muchacha, ya más crecida y robusta, pero igualmente incapaz de expresarse de modo inteligible. “Le presento a mi hija –dijo con emocionado orgullo el moribundo-; y quiero que usted sepa que ella es lo más hermoso que me ha pasado en mi vida”. Mi emocionado silencio me permitió grabar esta escena y sus palabras para siempre.

La otra experiencia temprana fue el matrimonio y familia de un tío médico, muy querido por su permanente y gratuita disponibilidad de servicio a los enfermos. Llegó a tener una docena de hijos. Pero había, y muy notoria, una predilección: la regalona de papá, mamá y demás hermanos era una niñita que no tardé en reconocer como casi idéntica a la hija de mi dentista.

Crecí con esa natural convicción: dos profesionales de la medicina, lejos de avergonzarse y ocultar a sus hijos “raros” o “especiales”, se enorgullecen de ellos y los exhiben como lo mejor, lo más placentero y el más preciado trofeo de sus exitosas vidas.

Siendo sacerdote adulto conocí numerosas familias e instituciones, y trabajé con papás y mamás cuya principal riqueza y grandeza era cuidar, con infatigable e incondicional amor, a sus hijos “mongolitos”. Y admiré, año tras año, orgulloso de ser chileno, la solidaria generosidad de mis compatriotas con los niños afectados por enfermedades invalidantes: no conozco otro país que nos iguale en la permanencia, entusiasmo y masiva aportación ciudadana de nuestras casi 40 Teletones. Espejo y alimento del alma chilena, allí se expresa nuestro amor de predilección por los que otros desechan y descartan como indeseables.

Hoy me entero de que en los países “ricos”, “desarrollados”, por cierto abortistas, los niños Down están casi en extinción: condenados a muerte por sus diagnósticos prenatales. Nuestro TC decidirá si Chile se enrola en el perverso club de los que Teresa de Calcuta calificó como “los países más pobres del mundo: los que han aprobado el aborto”.

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