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Las banderas de la neutralidad

Antonio Correa Director Ejecutivo de IdeaPaís

Por: Antonio Correa | Publicado: Viernes 26 de mayo de 2017 a las 04:00 hrs.
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La política es un espacio en que día a día se discuten, analizan y deciden muchas cosas. Sean concretas o más elevadas, unas y otras se traducen en importantes consecuencias para nuestra vida individual y social, sin embargo, durante el último tiempo se ha instalado con fuerza la idea de que sólo es posible aproximarse a los debates políticos desde una -supuesta- neutralidad moral. De lo contrario, se dice, se estaría “imponiendo” una visión al resto, y hablar de imposición o coerción es tabú en nuestras modernas sociedades democráticas. Pero, ¿es acaso posible evitar el contraste de visiones morales?, ¿puede, efectivamente, ser neutral la actividad política?

Aproximarse así al debate lo empequeñece y, más aún, implica desconocer la verdadera realidad de la política. Porque al tratar la política no sólo sobre asuntos estrictamente cuantitativos -asuntos cuya resolución no pasa por el puro análisis numérico–, será necesario abordarlos desde cierta perspectiva moral (es decir, orientaciones sobre lo bueno y lo malo para el hombre). En otras palabras -y desde un punto de vista práctico-, temas como las relaciones sociales, las ciudades en que vivimos (y en las que queremos vivir) o las relaciones de familia, son imposibles de resolver a punta de mero análisis técnico. Siempre -e inevitablemente- tendremos una cierta visión de la sociedad que queremos, de la realización de la vida humana en un espacio físico o de la comunidad familiar.

Por otra parte, la neutralidad política es alegada -paradójicamente- para defender el reconocimiento de ciertas conductas o acciones, bajo la idea de que no existiendo un daño a terceros el Estado debe guardar riguroso silencio. Quizás en eso estaban pensando los alcaldes Matthei y Alessandri, quienes no pusieron problema a la circular del Ministerio de Educación que obligaba a los colegios, entre otras cosas, a reconocer el nombre que un niño transgénero elija como nombre social, sin importar su edad ni la opinión de sus padres. O Joaquín Lavín, que bajo esta misma idea se sintió tranquilo al izar la bandera del orgullo gay en la municipalidad de Las Condes.

El problema es que nadie se aproxima a estos temas de manera neutral: esa pretensión es imposible. En política siempre se tendrá una valoración, más o menos explícita, de aquello que es correcto o incorrecto. Así también, cuando desde la neutralidad política se alega el reconocimiento, por ejemplo, del matrimonio entre personas del mismo sexo, se exige al Estado algo muy distinto a la neutralidad: se le exige, precisamente, reconocer y dar cabida a esas posturas. Lo normal sería decir que esa relación se considera deseable y que debe ser protegida por el ordenamiento jurídico, no alegar que es irrelevante lo que yo haga con mi vida privada y que por eso se debe reconocer. Es precisamente porque importa, porque para algunos debe ser reconocida (o negada).

En definitiva, moral y política siempre están de la mano. Abandonar el debate y entregarse a las banderas de la neutralidad no es sólo inconveniente por regalar la disputa, sino que también termina horadando profundamente las propias posiciones. Es algo que esperamos los candidatos presidenciales tengan en cuenta.

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