Lucy Kellaway

El lugar adecuado para las historias son las novelas, no las empresasL

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Por: Lucy Kellaway | Publicado: Lunes 14 de diciembre de 2015 a las 04:00 hrs.
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¿Cuál es la propiedad más valiosa que uno posee? Si asumimos la pregunta en términos monetarios, la respuesta probablemente es nuestro hogar. Igualmente, se podría decir que es nuestra salud, nuestra familia o nuestro tiempo. Sin embargo, según un nuevo libro de Carmine Gallo, un ex periodista, la propiedad más valiosa es nuestra historia personal.

Aunque tengo el mayor respeto por mi propia historia, ya que la utilizo con bastante frecuencia en mis columnas, verla como mi propiedad más valiosa es una idiotez. Muestra que la moda de contar historias ha ido demasiado lejos.

Escribí por primera vez sobre esta moda hace una década. Recuerdo haber ridiculizado a una cándida estadounidense que había escrito Around the Corporate Campfire, donde instaba a las personas a “desarrollar historias basadas en valores que se puedan propagar rápidamente como un incendio forestal y las impulsen hacia su visión”. Tenía razón sobre la propagación del fuego. La fogata corporativa se ha propagado tan peligrosamente que es hora de llamar a los bomberos.

Algo sé sobre historias ya que soy una narradora profesional. Pero ahora todo el mundo es narrador. Los doctores ya no existen sólo para diagnosticar; se supone que también desarrollen historias. Lo mismo los arquitectos. Esto me irrita personalmente, ya que vivo en una casa diseñada por un arquitecto visionario que gotea cada vez que llueve, haciéndome añorar un menor enfoque en los relatos, y más en estructuras impermeables.

Hasta a los matemáticos y los científicos se les insta ahora a que presenten su trabajo como una historia. Lo más absurdo es que esta locura se ha propagado a los auditores. El director de Recursos Humanos de KPMG describió con orgullo en su blog la iniciativa de la firma que derivó en que los empleados enviaran 42 mil historias personales sobre cómo están cambiando el mundo. Se podría decir que es enternecedor, aunque ya que KPMG fue la firma que auditó a HBOS, Countrywide Financial y Quindell antes de que protagonizaran algunos de los mayores escándalos financieros, uno teme que se estén distrayendo de su principal responsabilidad.

Pero lo que más me angustia es que algunos novelistas de gran renombre están apoyando la moda. Que unos pocos escritores venidos a menos les saquen dinero a firmas enloquecidas por las historias, está bien. Pero la semana pasada me enteré de que Mohsin Hamid fue nombrado jefe ejecutivo de narración en la consultoría de imagen Wolff Olins. Esto es tan triste como inexplicable. ¿Cómo puede ser que el hombre que escribió el brillante y cómico ‘Cómo hacerse asquerosamente rico en Asia emergente’, acepte un título tan pomposo y ridículo? Los narradores nunca pueden ser jefes de nada, mucho menos funcionarios. No tienen lugar en el mundo corporativo.

Existe una relación inversa entre la frecuencia con la que las empresas hablan de la narración y su competencia lingüística. Los anuncios de empleos normalmente piden “capacidades narrativas sobresalientes”, mientras que en LinkedIn una empresa llamada DialogTech busca un jefe de narración que “cree material de mercadotecnia creativo e innovador que resuene con nuestro público objetivo y los mueva a comprometerse con nuestras marcas a través de múltiples puntos de contacto”. ¡Excelente: catorce lugares comunes en una sola frase!

Las historias en el lugar correcto son excelentes. Todo periodista sabe que si tiene que escribir un artículo sobre un aburrido tema tributario debe buscar a una persona real que lo sazone con emocionantes comentarios sobre cómo el alza de impuestos arruinará su vida. Nos gustan las historias porque nos gusta la emoción, y porque son fáciles de seguir con nuestros atontados cerebros.

Esto es obvio. No hay necesidad de una moda ni de que el Sr. Gallo nos venda teorías tontas en ‘The Storyteller’s Secret’ sobre cómo “la narración magistral dispara neuroquímicos en nuestros cerebros que nos hacen prestar atención (hidrocortisona) y sentir empatía (oxitocina)”. El problema con las historias es que para tengan efecto deben ser buenas, y la mayoría de las personas no son buenos narradores. Otro problema es que mientras más interesante son las historias, menos probable que sean ciertas.

Al principio de esta columna dije que todo el mundo es narrador. Eso en realidad no es verdad. Después de una infatigable investigación en Google, he encontrado dos ocupaciones que no tienen ninguna relación con la narrativa: los plomeros y los dentistas.

Esto tiene sentido. Si se necesita una operación del conducto radicular, uno no quiere una historia; quiere a alguien con maestría en el manejo de uno de esos súper finos taladros dentales. Igual con la plomería. Los plomeros no cuentan historias porque están demasiado ocupados desbloqueando el inodoro.

Que el mundo corporativo esté tan necesitado de narradores es una muy mala señal. Muestra que no pensamos que nuestros trabajos sean lo suficientemente importantes como para estar conformes sin ellos.

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