Lucy Kellaway

La muerte puede ayudar a revivir nuestras carreras profesionales

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Por: Lucy Kellaway | Publicado: Lunes 20 de marzo de 2017 a las 04:00 hrs.
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En noviembre escribí un artículo alentando a las personas de cierta edad a dejar sus lujosos empleos y unirse a mí para capacitarse como profesores en una escuela de bajos recursos en Londres. Era mucho pedir, pero yo esperaba generar suficiente interés para iniciar un pequeño programa piloto. Unas cuantas docenas de solicitudes hubieran sido suficiente. Hasta ahora, Now Teach, la organización de la que soy cofundadora, ha recibido casi 800 solicitudes.

Revisándolas, he estado buscando patrones, muchos de los cuales ya me esperaba, principalmente que los encantos del mundo corporativo se desvanecen conforme va transcurriendo el tiempo, mientras que el deseo de hacer algo más útil se vuelve más fuerte.

Pero hay algo que me ha sorprendido: el papel que juega la muerte en todo esto.

Hace un par de semanas, un candidato me dijo que él se convenció después de haber asistido al funeral de alguien que había sido su compañero en la facultad de negocios. Este hombre había sido un destacado médico que había hecho mucho bien en su vida. Su antiguo compañero contempló sus propios logros en el sector de la mercadotecnia y los bienes raíces y decidió que debía hacer algo mejor con su vida.

En la mayoría de los casos, la muerte en cuestión es la de un padre, y con frecuencia el último padre que estaba vivo. Quedarse huérfano a los cincuenta y tantos años de edad parece animar a todo tipo de personas a abandonar algo cómodo (como ser socio en una firma de contadores) y solicitar un trabajo agotador y posiblemente muy incómodo (como ser profesor de física).

Esto no debería sorprenderme ya que es precisamente lo que me pasó a mi también. En mayo, murió mi padre. Tenía 90 años y había disfrutado de una larga vida. Un par de días después de su muerte me forcé a mí misma a regresar al trabajo, sabiendo que a papá no le hubiera gustado que me quedara en casa.

Recuerdo haber escuchado a unos colegas discutiendo sobre un titular y haberlos mirado con incredulidad. ¿En serio?, pensé. No podía imaginar cómo a personas adultas e inteligentes, les podría importar tanto cuál de dos grupos de palabras casi idénticos era el mejor.

Al final de esa miserable semana, les dije a mis amigos más cercanos que necesitaba hacer algo diferente con mi vida, ante lo cual todos dijeron lo mismo: no lo hagas. Me advirtieron que sería una locura hacer algo drástico cuando uno está de luto. Esta disociación que yo sentía, me aseguraron, no duraría mucho tiempo.

Yo sabía que tenían razón sobre este último punto. Cuando mi madre murió, diez años atrás, yo contemplé una breve fantasía de ser maestra pero esa vez no duró, y en un par de meses, el periodismo me pareció tan encantador como siempre.

Pero cuando murió mi papá, yo sabía que esperar sería fatal. Dentro de seis semanas había encontrado un socio que me iba a ayudar a establecer Now Teach y un par de semanas después le informé a Financial Times sobre mis planes.

Ahora que descubro que mi historia es típica, me pregunto qué es lo que hace que la muerte sea tan transformadora.

Lo más obvio es que la muerte nos obliga a preguntarnos si estamos haciendo lo que verdaderamente queremos hacer. Hay un truco vulgar que practican los entrenadores de carrera, en el que te piden que imagines tu propio discurso de funeral. Esto siempre me pareció demasiado mórbido y artificial, pero la verdadera muerte de alguien querido te obliga a evaluar tu propia vida, quieras o no.

En segundo lugar, la muerte rompe en pedazos todos nuestros hábitos cotidianos. Parte de la razón de porqué la gente sigue rodando en el mismo trabajo es porque es más fácil hacerlo que detenerse. La brutalidad de la muerte la convierte en una fuerza disruptiva de la rutina que para en seco a los vivos.

Quedarme huérfana en la mediana edad ha sido liberador. Me ha hecho más propensa a tomar riesgos, sin padres que complacer o que cuidar al final de sus años. Con mis hijos ya crecidos, tengo menos ataduras. Así que si quiero hacer algo arriesgado, no hay nadie que pueda detenerme.

El último punto es sobre la mortalidad. Todo el mundo dice que la muerte de nuestros padres nos obliga a reflexionar: pronto será mi turno. Pero para mí ha sido lo contrario. Ya que mi padre vivió hasta los 90, yo probablemente viviré más. Acabo de escribir mis datos en un programa de esperanza de vida, el cual me asegura que viviré hasta los 94. “¡Te quedan treinta y siete años todavía!”, declaró la aplicación.

En vez de ser un plazo temiblemente corto, puede que en realidad resulte ser un tiempo aterradoramente largo. Lo que la muerte de mi padre me ha enseñado es que en la edad mediana tenemos suficiente tiempo como para empezar de nuevo.

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