Lucy Kellaway

No veo la hora de que los autos autónomos se masifiquen

Por: Lucy Kellaway | Publicado: Lunes 22 de agosto de 2016 a las 04:00 hrs.
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En una fría mañana de Londres, en el estacionamiento del supermercado, guardé las bolsas con las compras en la maleta de mi sucio Golf negro y me subí para partir. Calculé la distancia con el pequeño Ford Fiesta azul que estaba a mi lado y comencé a retroceder. Pero fallé en estimar el ángulo de giro y golpeé su parachoques. Bajé la ventana para revisar el daño pero me pareció que no había ninguno, y partí.

A medida que me alejaba, sin embargo, alcancé a distinguir a través de mi espejo retrovisor a un hombre con una cámara apuntando hacia mí. Cuando llegué a casa vi que había un pequeño resto de pintura azul en mi parachoques, lo que me hizo sentir mortificada, pero después de un rato, simplemente me olvidé de todo el asunto.

Un mes después recibí una carta de la policía que me buscaba por tres cargos: no reportar un accidente; abandonar la escena de un accidente; y maneja sin el debido cuidado. La pena máxima por mis faltas era de seis meses de cárcel.

La culpa era completamente mía. Debí tener más cuidado, y después de golpear al otro auto debía bajarme a mirar bien los daños y esperar al otro chofer. Pero seis meses de cárcel no parece un castigo adecuado. Al Estado le cuesta 35 mil libras mantener a una persona un año en la cárcel. Con ese dinero podría comprarle al otro conductor un auto nuevo.

Le escribí a la policía reconociendo que yo era la persona que buscaban y que el accidente había sido mi culpa. En un parte especial para agregar atenuantes conté que mi padre estaba agonizando en el hospital y yo me encontraba angustiada y extenuada.

En una segunda carta, donde ya no había referencias a un posible arresto, fui acusada de conducir sin precaución y se me dio a escoger entre ir al tribunal y enfrentar una multa de hasta 5 mil libras y nueve puntos negativos en mi licencia, o inscribirme para un curso de manejo para conductores poco alertas que duraba todo el día pero costaba sólo 200 libras.

Los cursos que se ofrecen a los infractores como una alternativa a una condena son una industria en rápido crecimiento. Casi cualquiera que comete una falta en la vía puede optar ahora por uno. El año pasado, 1,4 millón de personas asistieron a alguno de estos cursos. La gran mayoría, 1,2 millón, fue por conducir a exceso de velocidad, pero también hay cursos para los que mandan mensajes en el celular mientras conducen o se saltan una luz roja.

“Con toda seguridad se beneficiará de su asistencia y será una conductora más segura”, decía la carta. Me conmovió su certeza pero no la compartía. No soy una conductora temeraria. Aunque manejo hace 30 años aún me cuesta estacionar y retroceder. No es que no esté atenta, es simplemente que mi cerebro no sirve para eso.

Unos pocos días después, partí temprano por la mañana al hotel Marriott donde se iba a impartir mi curso. En mi nerviosismo, di un par de giros equivocados a plena hora de mayor congestión, y para cuando finalmente llegué, ya era culpable de al menos dos giros en U no permitidos.

El hombre que me recibió me hizo una serie de preguntas. ¿Se distrae fácilmente? ¿Frena de manera brusca con frecuencia? No se trata de aprobar o fallar, explicó.

Miré alrededor y me sorprendió pensar que conducir sin precaución fuera una de las faltas más diversas que existen. Abarcaba a todas las edades, géneros y grupos sociales. En el salón había un polaco, un griego chipriota y un judío ortodoxo. Había profesores, decoradores, e incluso un chofer de taxi. La única vez que me sentí parte de un grupo tan diverso fue cuando fui jurado. Pero ahora estaba al otro lado, en el banquillo de los acusados.

Estudiamos estadísticas y aprendimos que el año pasado hubo más de 1.700 muertes y casi 190 mil heridos en las calles. Aunque Inglaterra tiene las autopistas más seguras de Europa después de Suecia, son muchos choques. Miré las cifras pero no me conmovieron. Lo que me pareció más escalofriante es que toda esa gente que estaba ahí eran personas normales que no parecían especialmente arriesgadas o descuidadas. Pero todos habían perdido el foco por un momento, justo lo suficiente como para provocar un accidente.

Tras una sesión práctica volvimos por la tarde al salón, donde nos preguntaron qué habíamos aprendido. Unos dijeron que debían manejar más lento, otros, que dejarían más espacio con el vehículo de enfrente. Todos dijimos que seríamos más cuidadosos. Todos lo creíamos, pero ¿lo seríamos?

Pregunté al instructor si quienes realizaban estos cursos eran menos dados a reincidir, pero no lo sabía. No existen estadísticas o estudios sobre eso. Mientras conducía de regreso a casa iba concentrada en aplicar lo aprendido. Han pasado ya unas semanas y todavía intento poner atención al volante, pero dudo que dure: Los viejos hábitos se resisten a morir. Lo que aprendí se resume en esto: La gente en general es muy amable, pero las carreteras son lugares sumamente peligrosos. Y no veo la hora de que se masifiquen los autos autónomos.

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