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Padre Raúl Hasbún

Por: Padre Raúl Hasbún | Publicado: Viernes 15 de septiembre de 2017 a las 04:00 hrs.
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1285 millones de católicos escucharán este domingo a Jesús mandándonos perdonar de corazón a quien nos haya ofendido. Es un mandamiento, no una sugerencia o recomendación. No se reduce a perdonar una vez o una sola ofensa: manda perdonar “70 veces siete”, vale decir, siempre. Y pronto: “antes de que el sol se ponga sobre tu ira”, urge la sabiduría bíblica. Obligación imperativa, el mandato cristiano de perdonar impone al transgresor una sanción punitiva: pena de cárcel para el deudor insolvente. No hay otra deuda que la de amar al otro. Y esa deuda no puede pagarse sin el diario e ilimitado ejercicio del perdón. La cárcel, además, simboliza y profundiza el autoencierro, la privación de libertad a la que uno mismo se condena cuando se obstina en no perdonar. El súbdito de la perversa ley “Ni Perdón ni Olvido” provoca a los demás a tampoco perdonar ni olvidar sus ofensas.

Jesús siempre respaldó su enseñanza moral con su testimonio de vida. Antes de que literalmente el sol se oscureciera sobre el Calvario y El se durmiera en la Cruz, expresó el más sublime perdón que la historia haya conocido. No contento con suplicar a su Padre que perdonara a sus verdugos, actuó como Abogado defensor de éstos, suministrando el argumento excusatorio de su responsabilidad criminal: “No saben lo que hacen”.

Se objetará que este mandamiento contradice los impulsos y supera las capacidades naturales del hombre común. Estaría reservado para personalidades excepcionales y, por cierto, no sería vinculante para quienes no profesan la fe en Jesucristo. Pero Jesucristo nunca manda lo imposible, ningún legislador o juez lo intenta siquiera. Mucho menos un Maestro que conoce lo íntimo de cada corazón humano. Nadie mejor que Jesús sabe que ese corazón está más programado para amar (sin barreras, sin medida) y perdonar (todo, a todos, antes de anochecer) que para perpetuar –con la eternidad y ardor ulcerante del infierno- la enfermedad degenerativa y autodestructiva que llamamos odio.

Las grandes culturas pre-cristianas conocieron y codificaron múltiples formas de perdón y olvido: el Jubileo hebreo, la Amnistía (amnesia) griega, el Indulto (indulgencia, misericordia) romano. También nuestro Código Penal contempla, entre las causales de extinción de la responsabilidad criminal, el perdón del ofendido, el indulto y la amnistía, además de la prescripción: sabio bálsamo del tiempo, que tempera el ardor de una justicia sin amor.

Solemos recordar fechas, cifras de muertos, causas y consecuencias de las grandes guerras y revoluciones. No nos fijamos en que ninguno de esos conflictos se resolvió por la fuerza de las armas, si no estuvo acompañado de una generosa y socialmente compartida predisposición al perdón.

Perdonar es fácil. Más fácil que no perdonar. Perdonar es natural. Más natural que eternizar el odio. De ahí que el “ni Perdón ni Olvido” provoque vejez prematura y fealdad facial.

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