Pablo Ortúzar

Turisticidio

Pablo Ortúzar Antropólogo social, investigador Instituto de Estudios de la Sociedad

Por: Pablo Ortúzar | Publicado: Viernes 9 de agosto de 2019 a las 04:00 hrs.
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El mes pasado fuimos, junto a mi señora y un grupo de amigos, a Stonehenge, en Inglaterra. Para ahorrarnos la entrada y conocer otros sitios neolíticos cercanos, comenzamos nuestra caminata desde Woodhenge, el primo pobre de la mítica obra megalítica. La verdad es que los demás yacimientos del camino sólo podrían haber emocionado a un arqueólogo, pero las verdes praderas azotadas por los vientos del verano bajo un cielo azul atravesado por nubes cautivarían la atención de cualquiera. Por pequeños senderos y amplios potreros, entonces, nos fuimos acercando, hasta que, para nuestra total emoción, el perfil monumental de la estructura de dólmenes se hizo visible en el horizonte.

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Bajo ella, eso sí, notamos algo curioso: cientos de pequeños puntos alineados y en aparente movimiento. Puntos que, más de cerca, revelaron ser personas. Muchas, muchas y hormigueantes personas, que llegaban y partían incesantemente desde ahí en micros de colores. Visitantes que, por cerca de 30 mil pesos chilenos, lograban apretujarse dos metros más cerca que nosotros del famoso edificio. Esto me permitió una perspectiva de segundo orden: no sólo pude observar Stonehenge, sino también la experiencia de los observadores “oficiales” de Stonehenge, que dejaba muy poco espacio a la serenidad y la contemplación.

Esta extraña sensación ya la había experimentado antes. Hace un par de años, casi al final de temporada, decidimos hacer el camino del Inca hacia Machu Picchu, en Perú. La experiencia fue increíble. Pero también lo fue el asombro producido por nuestro arribo a la famosa ciudad. Fue literalmente salir de la selva a una especie de centro comercial atiborrado, donde no había espacio para descansar más que en las mesas reservadas a los clientes de un local de comida rápida en la entrada del sitio. Hoy, para agregar insulto al perjuicio, se discute en el vecino país la apertura de un aeropuerto en Chinchero, cuyo objetivo sería repletar con todavía más turistas el ya reventado lugar.

Estos ejemplos, así como miles más –partiendo por el mortal taco en la cumbre del Everest, el turisticidio de la librería Lello en Oporto y el despoblamiento de algunos centros históricos por Airbnb- nos advierten sobre el peligro de los excesos en los que puede caer la industria turística, muy parecidos a los de de la industria inmobiliaria, que destroza barrios enteros para luego vender departamentos bajo el eslogan “venga a vivir a un barrio”. Peligros que Chile, que ya es una potencia turística latinoamericana, debería tomarse muy en serio. Hay pocas cosas más brutales que la desnaturalización de lo bello.

¿Qué tipo de turismo queremos? ¿Qué marco legal y qué infraestructura material son necesarios para construirlo? ¿Qué zonas y atractivos turísticos están en riesgo de saturación? Generar las condiciones para un turismo que sea ecológica, social y estéticamente sustentable es la forma en que podemos prevenir que la “copia feliz del Edén” termine convertida en una copia de Disneylandia con árboles.

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