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Protesta, democracia y elite

Ralf Boscheck Decano Escuela de Negocios UAI

Por: Ralf Boscheck | Publicado: Viernes 20 de diciembre de 2019 a las 04:00 hrs.
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Ralf Boscheck

Más de 50 días de violencia, saqueos y vandalismo sin precedentes, pero también de una protesta social ampliamente apoyada, presentan el trasfondo del debate sobre la modificación del código penal para abordar disturbios públicos violentos. Pocos asumirían que uno se enfrenta a un golpe político para “criminalizar las expresiones legítimas de resistencia”.

Sin embargo, en el otro extremo, simplemente culpar a los narcos, anarquistas organizados o lumpen por el deterioro de la economía y el empleo, incluso si fuera correcto, desdibuja el vínculo entre causas profundas y reacciones apropiadas e ignora la fragilidad de la democracia y el papel importante de la élite. Tres observaciones:

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Primero, las protestas son parte de la democracia. Sociólogos hablan de desviaciones para etiquetar la falta de conformidad con los estándares establecidos. Para Durkheim, tales aberraciones son positivas si promueven la innovación social o, desencadenando sanciones, permiten que una sociedad reafirme sus reglas de conducta. Obvio, protestas efectivas interrumpen la vida cotidiana; hay que aplicar discreción para determinar cuándo y cómo intervenir, limitar los costos económicos y mantener la seguridad y los estándares legales.

Obvio también, no hay discreción cuando se trata de una conducta violenta y delictiva; defender a los perpetradores por sus circunstancias sociales es asignarles una justicia diferente del resto de los ciudadanos. Pero hacer justicia requiere tanto castigar como prevenir el delito. Hoy, los disturbios urbanos están cada vez más relacionados con la percepción de exclusión social, la erosión de los valores solidarios y la pérdida de confianza en las instituciones.

Segundo, el descontento político y la disminución en la participación electoral nos recuerdan que el fin de la Guerra Fría ni causó “el fin de la historia” ni el triunfo completo de la democracia liberal. Hoy, y para muchos, los gobiernos nacionales son demasiado pequeños para responder a preguntas globales y demasiado distantes para abordar adecuadamente las preocupaciones de los ciudadanos. Los movimientos sociales pretenden llenar el vacío, ofreciendo “una forma de política aparentemente sin jerarquía” y plasmando agendas específicas capaces de “radicalizar” incluso a la clase media. Estos movimientos pueden canalizar la ira, pero raramente aportan plataformas robustas para dar forma a políticas. La noción de un “gobierno del pueblo por el pueblo” continúa siendo una ilusión; seguimos necesitando la guía de una élite política, económica y social.

Tercero, como cualquier alianza, las naciones fracasan si no pueden mantener la deferencia a un consenso sustantivo y procesal. La desintegración ocurre cuando las diferencias entre los participantes son demasiado grandes, un declive económico prolongado reduce los beneficios compartibles, y la élite se ve que ni reconoce ni responde a las tendencias importantes. Para mantenerse relevante -y a raya a los adversarios-, la élite debe renovarse continuamente, rechazar perspectivas miopes y acoger opiniones externas. Es más, tiene que contemplar con humildad el riesgo moral que viene con el puesto, la tentación del poder y el estándar más riguroso que la gente aplica al juzgar a los jefes.

Comentando sobre la relación entre “masa y elite”, V. Pareto escribió que la masa, “como el lastre de un barco, da estabilidad a una nación; la elite, como la vela de un barco, da a una nación progreso y movimiento. Cuidado con los desequilibrios”.

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