Editorial

Discusión constitucional

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l conflicto social que comenzó hace más de tres semanas ha motivado una serie de sucesivas respuestas de parte del gobierno, cada una en un ámbito distinto. En lo político, realizó un sustancial cambio de gabinete; a nivel de acción estatal, presentó una ambiciosa agenda social; y en materia de seguridad pública, anunció una agenda de 10 medidas relacionadas con policía y justicia. Sin embargo, las manifestaciones continúan, la violencia persiste en las calles y el retorno a la normalidad no está a la vista.

Es difícil no entender la propuesta gubernamental de iniciar un proceso constituyente como un nuevo intento de desactivar la actual situación de crisis, en particular su expresión en el violento quiebre del orden público, que se ha vuelto cotidiano. A diferencia de las respuestas anteriores, no obstante, que en efecto abordaban problemas que afectan directamente a parte relevante de la población —en pensiones, salud, transporte, ingreso mínimo, y otros—, la reforma a la Constitución equivoca el foco, pues no es ahí donde están las principales causas de las carencias que nos preocupan.

Lo anterior no es, como algunos actores lo presentan, una defensa a ultranza del actual texto constitucional, sino una cuestión de prioridades. En efecto, la Constitución no es un documento sacrosanto, sino un cuerpo de reglas que evoluciona paulatinamente, conforme va cambiando la sociedad, y la actual es sin duda perfectible en ciertas áreas. Sin embargo, es un error pensar que una reforma a la Carta Fundamental es la clave para satisfacer las demandas ciudadanas, mucho menos para aplacar los desmanes y el vandalismo.

Con el apoyo del oficialismo, la decisión del gobierno es impulsar esta reforma a través de un Congreso constituyente, no de una asamblea. El método sin duda será un nuevo foco de polémica, que algunos usarán para mantener viva la agitación. En el respeto de todos los actores políticos por los cauces institucionales se juega el buen término de este complejo desafío.

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