Editorial

El vacío político que impulsó a Bolsonaro

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a holgada y sorpresiva mayoría que obtuvo este domingo el candidato presidencial brasileño de derecha —que por momentos pareció cerca de darle la victoria en primera vuelta— generó una curiosa mezcla de reacciones, más allá de las esperables en partidarios y detractores.

Por un lado, la bolsa de Brasil vio un alza ante la mayor posibilidad de que Jair Bolsonaro llegue finalmente a la Presidencia en el balotaje del próximo 28 de octubre. Por otro lado, el análisis político tendió a ver con preocupación el súbito auge a escala nacional de un político de la derecha dura, apologista de la dictadura militar, con discurso misógino y racista, y de tintes populistas.

El optimismo del mercado se basa —como consignamos en nuestra edición de hoy— en un conjunto de metas razonables como la contención del déficit y la privatización de empresas públicas, entre otras; pero al respecto no existen claridad ni un cronograma que entreguen detalles o asuman compromisos específicos. El pesimismo político, en tanto, apunta a la relativa juventud de la democracia brasileña y la percepción de debilidad ante los posibles embates autoritarios de un líder carismático.

Ambas actitudes señalan el fracaso de sucesivos gobiernos en lidiar creíblemente con problemas que han colmado la paciencia de los brasileños, como los altísimos niveles de delincuencia, de corrupción (pública y privada) y de mala administración de las finanzas estatales. Aun sin ser en ningún sentido un outsider —lleva casi tres décadas en el Congreso—, Bolsonaro ha transformado el descontento de la población en una plataforma política.

Sus acciones, si llega al poder, dirán si eran justificados o no los temores que levantó su campaña. Pero aquí hay una lección para los políticos y ciudadanos de otras democracias. Liderazgos como el de Bolsonaro suelen surgir en ausencia de mejores alternativas. Paradojalmente, quienes habrán pavimentado su camino a la Presidencia son los mismos que hoy intentan detenerlo.

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