Un Estado (mal) pagador

 estas alturas, es claro que parte significativa de las demandas ciudadanas detrás del conflicto social tiene que ver, por un lado, con la baja calidad en la provisión de algunos servicios públicos (como educación o salud), y por otro, con la forma en que Estado norma determinados sectores o hace cumplir ciertas reglas (como en los casos de colusión). De ahí el transversal consenso, al menos en el plano discursivo, sobre la necesidad de modernizar al Estado para hacerlo más eficiente (que gaste mejor los recursos que se le asignan) y más competente (que obtenga mejores resultados por ese gasto).

Desde luego, una buena forma de iniciar ese esfuerzo es procurar que el Estado se ajuste a los mismos estándares de servicio que exige a otros actores. Por ejemplo, justamente cuando se refuerza la importancia, práctica y simbólica, de hacer efectiva la ley que obliga a las grandes empresas a pagar en un máximo de 30 días a sus proveedores —aún no exenta de críticas de parte de las PYME, por cierto—, es coherente que el Estado se preocupe de hacer lo propio. Según el Observatorio del Gasto Fiscal, el primer semestre del año pasado el Estado demoró en promedio 42,4 días en pagar a diversos proveedores (fueron los 54,1 días en igual período de 2018). La cantidad de reclamos por no pago oportuno en contra del Estado habrían aumentado en más del 20% entre 2018 y 2019, según datos de ChileCompra.

Acertadamente, el gobierno contempla un plan para acortar, a través de varios mecanismos, los tiempos de pago a quienes proveen productos y servicios al Estado para que desempeñe sus tareas. En vista del imprevisto contexto social y la consiguiente agenda de beneficios, y en un escenario económico muy debilitado por ambos factores, un renovado foco en la eficiencia del gasto y el funcionamiento del aparato público es necesario. La muy añorada confianza en las instituciones se juega también en dimensiones como ésta, que dan la oportunidad al Estado de practicar lo que predica.