Editorial

Un momento que nos pone a prueba

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a convulsionada situación que ha vivido el país en las últimas semanas no tiene precedentes, al menos, desde el retorno a la democracia. Por mecanismos aún difíciles de dilucidar, el estallido social de octubre ha derivado en algo con visos de crisis y en una "nueva normalidad" en la que saqueos, incendios, desmanes, ataques a la policía y amenazas a las personas son, literalmente, cotidianos.

Este diario ha consignado los efectos que todo ello está teniendo en la economía, donde a los daños materiales directos y a la pérdida de actividad producto de la violencia se agregarán las consecuencias de más largo plazo en el empleo, la inversión y el crecimiento. Existen costos más difíciles de cuantificar, y que se encuentran en las vidas trastocadas de una mayoría de chilenos que no protagoniza ni incita a la violencia, pero que paga el precio.

La distinción esencial en la que todos los actores insisten —aquella entre los manifestantes pacíficos y los violentistas— es justamente la que obliga a tratarlos de manera distintas. A los primeros, el gobierno se ha esforzado en responder con una agenda social que no estaba en el presupuesto y con un cambio constitucional que no estaba en el programa. Al respecto puede haber opiniones distintas, pero se trata de la vía correcta de canalizar demandas en democracia.

De la respuesta institucional a los violentistas no puede decirse lo mismo. Antes que cualquier otro, el contrato social básico es que el Estado y sus instituciones —las leyes, los tribunales y las fuerzas de seguridad— son garantes de la seguridad pública. Los hechos recientes cuentan otra historia.

En este clima de grave vulneración de la paz es difícil que nuestras instituciones den lo mejor de sí para proveer soluciones a los problemas de los chilenos. La violencia no es fuente de progreso. Lo que se ha quemado y saqueado en las dolorosas escenas que se han visto en el último mes es mucho más que riqueza o patrimonio: es un capital de confianza social que nos va a costar reconstruir. Sería ingenuo pensar otra cosa.

El primer paso de esa reconstrucción —indispensable, urgente— es que vuelva la normalidad a las calles. La primera responsabilidad por ello les cabe a las autoridades y a las fuerzas de orden, que deben usar todos los recursos que entrega el Estado de derecho para cumplir con ella y garantizar la seguridad de los ciudadanos. Por su parte, otros actores —políticos, gremiales y sociales— deben tomar partido públicamente por la convivencia pacífica como prioridad número uno, como varios han hecho últimamente, condenando y distanciándose de cualquier intento por validar la violencia como expresión de demandas sociales.

El Presidente de la República ha invitado a un "acuerdo por la paz y contra la violencia". En este duro trance para el país, se trata de un llamado de unidad al que los chilenos de todas las tendencias políticas deberían responder con convicción.

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