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¿Por qué las recesiones son tan deprimentes?

La felicidad es seis veces más sensible al crecimiento cuando es negativo.

Por: Tim Harford, Financial Times | Publicado: Jueves 30 de octubre de 2014 a las 05:00 hrs.
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¿Entendemos el verdadero costo de la Gran Recesión de 2008 y 2009? Parece una pregunta extraña: la crisis financiera, la profunda recesión que siguió y un crecimiento lento por muchos años después parecen ser los eventos económicos que definirán a una generación, y no es como que los hayamos ignorado.

Pero quizás no hemos tomado la recesión tan en serio. Esa es la conclusión de Emmanuel De Neve, economista del London School of Economics. De Neve dice que la "historia no contada" de la recesión es el costo sicológico. En palabras simples: las recesiones nos ponen muy tristes.

Podría parecer evidente, pero el vínculo entre el crecimiento económico y la felicidad no es obvio por sí mismo.

El primer disparo en una larga batalla intelectual lo dio Richard Easterlin, un economista que en 1974 descubrió que la gente más rica en cualquier sociedad tendía a estar más satisfecha con su vida, y sin embargo las sociedades más ricas no mostraban una tendencia de ser más felices que las más pobres. Así nació la "paradoja Easterlin": el dinero compra la felicidad dentro de una sociedad, pero el dinero no hace que la sociedad como un todo sea más feliz.

Hay varias formas de considerar este descubrimiento. Una es decir que está equivocado: esos datos de satisfacción no eran muy buenos en 1974 y ahora sabemos más. Un estudio reciente de Betsey Stevenson y Justin Wolfers mostró que no hay paradoja: las sociedades más ricas son, de hecho, más felices. Una segunda respuesta es que todo depende de lo que uno quiere decir con "felicidad".

Angus Deaton, un economista, y Daniel Kahneman, un sicólogo que ganó el premio Nobel de Economía, encontraron que el ingreso es mejor para comprar algunas formas de felicidad que otras. Las personas en las sociedades ricas dicen que están más satisfechas con sus vidas, pero eso no significa que en el día a día tengan mejor ánimo. Una tercera explicación es decir que lo que Easterlin mostró es que vivimos en una carrera: lo que nos hace felices no es el dinero, sino sentirnos más ricos que nuestros vecinos. Es una carrera que no todos pueden ganar.

Ese es el telón de fondo con el cual De Neve y cinco colegas investigaron el impacto de las recesiones en nuestro bienestar. Cuando se miran las encuestas de satisfacción de vida, las personas en los países ricos generalmente califican su satisfacción con 6,5 o 7, de 10. Las respuestas son estables, cambiando ligeramente a medida que las economías crecen. Uno podría esperar que el impacto de una recesión sea igualmente difícil de detectar en las encuestas.

Pero hace algunos años, De Neve estaba sentado en la oficina de Gallup, revisando datos cuando algo extraño pasó: Grecia y Portugal habían desaparecido.

Los investigadores no podían encontrarlos en un gráfico porque habían caído fuera del grupo de la Unión Europea y estaban reportando una satisfacción cercana a 5 o 5,5, a la par de Afganistán. ¿Qué pasó?
De Neve y sus colegas creen que el impacto del crecimiento en la felicidad es altamente asimétrico. Su análisis estadístico muestra que la felicidad es cerca de seis veces más sensible al crecimiento económico cuando es negativo.

Esto coincide con un estudio de 2003 de Wolfers, otro experto en la economía de la felicidad, que encontró que cuando los indicadores macroeconómicos como la inflación y el desempleo son volátiles, cae la satisfacción de vida.

La aversión a la pérdida no es la única explicación de por qué las recesiones nos deprimen. Otra es que las recesiones están asociadas con mayor incertidumbre. Cuando la economía crece, lo damos por sentado. Una recesión, con despidos, rescates, quiebras y presupuestos de emergencia, es mucho más notoria.

Quizás la conexión entre la economía y el bienestar es simple: cuando la economía está haciendo algo que notamos, afecta cómo nos sentimos, y las recesiones tienden a llamar nuestra atención. Esto sugiere una nueva paradoja: pese a que hemos subestimado los costos sicológicos de la recesión, esos costos serían menores si dejáramos de hablar de ello.

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