Editorial

¿Hemos normalizado la violencia?

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a conmemoración de un año del 18-O no alcanzó los niveles de violencia que hacían temer los pronósticos más pesimistas, pero aun dejó suficientes imágenes de vandalismo y destrucción como para confirmar que la amenaza de un rebrote violento sigue latente. Esto juega en contra tanto de la normalización de nuestra vida cívica y sana convivencia como de la recuperación económica, las que ya de por sí enfrentan el doble desafío de una pandemia y de un calendario político muy complejo (empezando por el plebiscito constitucional de este domingo).

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La persistencia de acciones como las vistas nuevamente anteayer —quema de iglesias, saqueo de comercios, ataques a comisarías y otros— es realmente desalentadora, porque apunta directamente a un fracaso del Estado en cumplir su misión fundamental de garantizar el orden público. Ya sea por falencias en la capacidad operativa de las fuerzas policiales (lo que sería preocupante) o por una tácita reticencia de las autoridades a hacer pleno uso de sus facultades (tal vez aún más preocupante), lo cierto es que los ciudadanos pueden ver cómo se repiten los mismos ataques, en los mismos lugares, con los mismos métodos y por los mismos grupos.

Por desgracia, figuras públicas y actores políticos se han resistido a hacer una nítida distinción entre protesta y vandalismo, entre manifestación y agresión. En muchas ocasiones tampoco los medios de comunicación han hecho esa imprescindible distinción, por un mal entendido sentido de neutralidad allí donde hace falta fijar criterios claros sobre lo que es permisible en democracia.

En este clima de indefinición sobre cuáles son las reglas y cuál es el costo de incumplirlas, encuentran espacio, precisamente, quienes no quieren aceptarlas. La idea de que la violencia se explicaría por un intenso sentido ciudadano de agravio y frustración no sólo sirve para justificarla, sino que equipara implícitamente protesta social con vandalismo.

El peligro es una erosión progresiva de nuestra convivencia hacia una sociedad, a fin de cuentas, más pobre. Aquí hay un gran desafío en primer lugar para el Gobierno, pero también para todo el sistema político.

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