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Padres y libros

En general, todos coincidimos en que leer hace bien, y que es necesario fomentar el hábito lector en nuestros niños. Ahora viene la segunda parte del problema...

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En general, todos coincidimos en que leer hace bien, y que es necesario fomentar el hábito lector en nuestros niños. Ahora viene la segunda parte del problema: ¿cómo lo hacemos? Es evidente que un buen profesor puede hacer milagros, que la calidad de los programas de lectura es clave y que facilitar el acceso a los libros puede ayudar mucho.



Sin embargo, hay un factor que es fundamental, y al que no se le suele sacar demasiado partido. Difícilmente existe una persona a la que un niño pequeño admire más que a sus padres. Lo que la mamá diga es ley, lo que el papá haga es siempre fenomenal. Desde esa perspectiva, si uno ve que los papás leen, automáticamente lo asocia con que es algo que vale la pena hacer. Si, por el contrario, la única aproximación del pequeño a los libros es a través de un profesor, que le exige leer para ponerle una nota, no hay incentivos para considerar la lectura como algo distinto al estudio de una prueba de cualquiera.

Pero el aporte de los padres puede ir más allá del mero ejemplo. Se encuentran en una posición privilegiada para impulsar a los niños a acercarse a los libros, a valorarlos y a gozar con ellos. En mi familia, varios hermanos somos muy lectores, y en gran medida ello es obra de mis papás. Ideas hay miles. Por ejemplo, desde muy chicos, había una hora de la lectura después de almuerzo en que todos leíamos. Teníamos unos libros grandes con unos dibujos preciosos, sin texto, y nos sentábamos con el papá a inventar cuentos entre todos. Como a los cuatro o cinco años, nos convencieron que un diccionario ilustrado (que visto hoy día no tiene nada demasiado especial) era el Libro de Premio, y cada vez que nos portábamos bien, la recompensa era el honor de poder mirar una página nueva de él. Lo mejor de estar enfermo en la casa era que mi mamá nos leía cuentos; ya más grandes, los libros largos los partía ella y de a poco seguíamos nosotros. Además, cada año, antes de salir de vacaciones, teníamos una especie de rito familiar: íbamos a una típica librería del Centro y cada uno podía elegir el libro que quisiera para el verano.

Son pequeños gestos, que significan un mínimo esfuerzo, pero que contribuyen a abrirles a los niños el fascinante mundo de los libros.

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