Antonio Correa

Mirar al criminal

Antonio Correa Director Ejecutivo de IdeaPaís

Por: Antonio Correa | Publicado: Viernes 9 de febrero de 2018 a las 04:00 hrs.
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Todo crimen es terrible, pero algunos nos producen tal estupor con su violencia y perversión que nos dejan perplejos: ¿por qué? ¿Cómo llegar a realizar semejante atrocidad? Emmanuel Carrère se lo pregunta en su novela El Adversario, donde se adentra en el crimen ejecutado por Jean-Claude Romand, quien un sábado de enero de 1993 mató a su señora, a sus hijos (de 5 y 7 años), a su padre, a su madre y luego intentó suicidarse al tiempo que prendía fuego a su casa. El crimen dejó al descubierto que Romand llevaba 18 años de doble vida: no trabajaba en la OMS ni había terminado sus estudios de medicina, pero se desenvolvía por el mundo sin sospecha sobre su cabeza, ni aun de sus cercanos.

La tradición católica, y la Biblia en particular, hacen referencia al diablo como “el adversario”, de ahí el título del libro. “Debe de estar encantado de que escribas un libro sobre él, ¿verdad?”, le dice una mujer a Carrère en medio del juicio, cuando ya se sabe su intención de hacer prosa sobre la vida y alma de un asesino. Novelas como ésta –o como A sangre fría, de Capote, o Crimen y Castigo de Dostoyevski– no buscan satisfacer el morbo sino que humanizar (comprender) lo que parece inhumano. Porque si la primera reacción es visualizar al homicida como un desquiciado determinado por una enfermedad, al rasgar la superficie descubrimos que hay un ser libre que se adentró de a poco en la oscuridad. Y eso nos conmueve, porque a medida que vamos “retrocediendo en la maldad” encontramos algún punto en que nos podemos identificar con él (en este caso, las primeras mentiras). El ser humano es capaz de alcanzar lo bello y bueno tanto como de descender a oscuridades inimaginables, y el olvido de esta realidad –que los cristianos llamamos pecado original– es un peligro subvalorado.

Buscamos un resguardo y tranquilidad psicológica cuando analizamos ciertos crímenes como excepciones cometidas por hombres enajenados (eso ocurre al mirar el nazismo u otros crímenes del totalitarismo, pero también crímenes “individuales”), y nos vemos tentados a creer que el triunfo del bien versa sobre la anulación –en toda la extensión posible– del criminal. Anulándolo a él, creemos eliminar el mal, pasando por alto que el “precio” de nuestro libre albedrío es la maldad de la que todos somos capaces. En definitiva, comprender el contexto –y “razones”– del criminal no es valorarlo, sino que es un necesario ejercicio social: la falta de contexto nos embrutece con una falsa seguridad (por eso lo nocivo de nuestro Museo de la Memoria que renunció a explicarlo).

Además de la discusión penal y filosófica involucrada, la pena de muerte ofrece también este cariz de protección psicológica al imaginar que eliminamos el mal de la faz de la tierra, pero a su vez envuelve el “peligro psicológico” de creernos a salvo –también nosotros mismos– de cualquier mal.

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