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Sistema de Pensiones: Una mirada ética

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Cuando se les pide a los jubilados chilenos que describan su situación, los tres conceptos que más repiten son pobreza, soledad y enfermedad.

¿Por qué la vejez de muchos dista tanto de constituir "los años dorados"? Quizá porque con una pensión promedio de $198.000 (cifra de la Superintendencia de Pensiones de 2014) y con escasas posibilidades de encontrar trabajo, es imposible vivir dignamente. Según la encuesta CASEN (2011), sólo un 24,5% de las personas mayores de 60 años tiene trabajo, un 0,9% está buscando, y el 74,6% se encuentra inactivo. Salvo honrosas excepciones, son muy pocas la empresas chilenas que contratan a jubilados.

Por otra parte, ¿cómo vivir tranquilamente soportando las enfermedades propias de la vejez, sin poder acceder a un sistema de salud digno y sin poder sostener el alto costo de los medicamentos? Más aún: ¿quién podría sentirse feliz si se encuentra solo, abandonado, o se percibe como una pesada carga para su familia?

"Para muchos chilenos, jubilarse es un castigo y no un merecido premio tras muchos años de trabajo", afirma el profesor de filosofía y vocero de la fundación "Voces Católicas" Eugenio Yáñez, a pocos minutos de recibirnos en su oficina ubicada en la Universidad San Sebastián.

Nacido en Santiago y criado en Puerto Montt, Eugenio Yáñez estudió filosofía en Valdivia, para más tarde doctorarse en Alemania. Su tesis doctoral, titulada "Economía social de mercado: opción por los pobres en Chile", da cuenta de su interés por la moral social y económica, que ha estudiado durante los últimos años a la luz de la Doctrina Social de la Iglesia.

A principios de este año, el profesor Yáñez estuvo durante dos meses y medio en la Universidad de Münster, Alemania, como profesor visitante. Allá tuvo la oportunidad de estudiar el sistema de pensiones alemán. A raíz de su creciente preocupación por la materia, y sin entrar a proponer soluciones técnicas a los problemas del actual sistema chileno de pensiones, conversó con nosotros sobre los principios que a su juicio debiesen orientar las próximas reformas, y sobre las heridas sociales que subyacen a la angustiosa situación que vive gran parte de los jubilados en Chile.

- ¿Qué tiene que decir la Doctrina Social de la Iglesia sobre los principios que deberían orientar un sistema de pensiones para que éste sea justo?

- Precisemos, en primer lugar, que cuando nos cuestionemos sobre el sistema de pensiones deberíamos enmarcar la interrogante en una pregunta más amplia: ¿De qué modo podemos mejorar la calidad de vida de los jubilados? Porque lo cierto es que para muchos chilenos, jubilarse es un castigo y no un merecido premio tras muchos años de trabajo. Esto cuestiona tanto al Estado, como al gobierno de turno, a los políticos, a lo economistas, a los empresarios, etc.

En segundo lugar debemos decir que lo que aporta la Doctrina Social de la Iglesia es justamente eso: principios, no soluciones prácticas. Estas últimas pueden variar, dentro de ciertos límites, ya que los principios admiten diversas concreciones. Dentro de tales principios tenemos el de subsidiariedad, el de solidaridad y el de justicia social. Detengámonos en los dos primeros.

El principio de subsidiariedad exige que las sociedades mayores, por una parte, permitan hacer a las menores aquello que les es propio, y, por otro, se involucren en aquello que estas últimas no puedan realizar por sí mismas. Aquí cobran especial importancia los cuerpos intermedios, dentro de las cuales están las AFP. Podría, claro, tratarse de otra entidad, con otro nombre, otras características, etc. Pero lo que a mi juicio sí es bastante claro es que en esta materia, al menos en Chile, actúan mejor los particulares que el Estado.

Tenemos también el principio de solidaridad. Así como el Estado actúa subsidiariamente cuando deja que los fondos de los cotizantes los administre un cuerpo intermedio como las AFPs, debe actuar solidariamente con todos aquellos compatriotas que por razones ajenas a su voluntad se ven impedidos de cotizar, ya sea por incapacidad física o cognitiva, ya sea por carencia de recursos. Bajo estas circunstancias el Estado debe proveer de una pensión mínima a estos sectores vulnerables, como el llamado "pilar solidario", que fue obra de la reforma al sistema que se hizo el año 2008 (sin embargo, probablemente este pilar no satisface las exigencias del principio de solidaridad; por lo mismo, una de las propuestas a las modificaciones al actual sistema es el incremento del pilar solidario).

Cabe destacar que subsidiariedad y solidaridad no son términos excluyentes, sino complementarios.

- ¿Cuáles son los principales problemas que ve Ud. en el sistema chileno de pensiones?

- Veo que existen problemas tanto intrínsecos como extrínsecos al sistema. Comencemos por los extrínsecos, aquellos que vienen, por así decirlo, "desde fuera". Tenemos en primer lugar una deslegitimación social de las AFP: el razonamiento bastante difundido de que el momento histórico en que tienen su origen determina que necesariamente son injustas. A esto se suma la desconfianza que provocan en gran parte de la población: está bastante arraigada la idea de que las AFP no son un buen servicio, sino un "buen negocio", en el que lo único que importa son las ganancias ("escandalosas"), antes que el bien de los afiliados (de "jubilaciones miserables"). Y en tercer lugar, y ligado con el anterior elemento de desconfianza, tenemos un descontento ciudadano muy generalizado.

Por otra parte, debemos mencionar varios problemas internos del sistema. Entre ellos tenemos, por ejemplo, el problema de la transparencia (no se sabe dónde invierten las AFP), la baja tasa de reemplazo (sólo de un 40%, mientras que lo prometido en su momento fue de un 70%) y el soporte de las pérdidas. Este último punto es bastante interesante: ¿Quién debe sufrir las pérdidas por las inversiones de las AFP? Hoy quienes soportan esto son sólo los afiliados, y a mi juicio esto no debería ser así: lo justo sería distribuir las pérdidas entre los afiliados y las AFP.

A lo anterior sumamos un elemento que probablemente no sea del todo clasificable como interno ni como externo, ya que tiene un poco de ambas cosas. Me refiero al hecho de que las pensiones efectivamente son muy bajas: la mayoría de ellas no son suficientes para tener una vejez digna. ¿Esto se debe a fallas en el sistema de pensiones mismo, o a factores ajenos a las AFP, como los bajos sueldos y el desempleo? Pienso que hay algo de ambos.

Ahora bien, una de las preguntas importantes respecto del último punto, y que va más allá, es si asegurar la vida digna de los ancianos es una cuestión que compete sólo al sistema de pensiones. A mí me parece que no.

- Y con esto volvemos al problema que usted planteaba inicialmente...

- Exacto. Volvemos a la pregunta "¿De qué modo, como sociedad, mejoramos la calidad de vida de los jubilados?". Y aquí entran múltiples factores, no sólo las pensiones. Se hacen necesarias mejoras técnicas que sean creativas y que afronten el problema como un todo. Por ejemplo, se podría pensar en un aumento significativo en el subsidio a los medicamentos, o en una reforma en el sistema de contribuciones, etc. Y, por su puesto, en un cambio de mentalidad: ¿miramos a los ancianos con gratitud, como un don, como una fuente de sabiduría, como personas importantes dentro de nuestra sociedad? ¿O los vemos como un problema? Pienso que hay un enorme trabajo cultural pendiente en este punto.

- ¿Hay diferentes visiones filosóficas detrás de los sistemas de reparto y de capitalización individual? ¿O quienes sostienen la conveniencia de uno u otro lo hacen por razones técnicas, y no por razones de principios?

- Ambos elementos están presentes en la disyuntiva entre el sistema de reparto y el de capitalización individual: el elemento filosófico y el elemento técnico. Detengámonos principalmente en el elemento filosófico.

La filosofía, si se me permite la expresión, tras un sistema de capitalización individual, es la de considerar al hombre como un ser que por naturaleza persigue sus propios intereses, y en consecuencia, actúa libre y racionalmente, es decir, maximizando sus beneficios y minimizando los costos. En este contexto, sólo si el cotizante es el dueño de sus fondos, y no el Estado, puede cautelar sus ahorros de modo eficiente. Aquí se aplicaría el adagio: "al ojo del amo engorda el cordero".

Los defensores de un sistema solidario, por su parte, suelen considerar al hombre como un ser social por naturaleza, llamado a cooperar con los otros en vistas al bien común, y, por lo tanto, no puede desentenderse de lo que pasa a su alrededor. Cada ciudadano es responsable del bienestar del resto. En este contexto, un sistema de reparto o de solidaridad intergeneracional sería el más adecuado: Las generaciones más jóvenes deberían hacerse cargo de las generaciones más viejas.

Pese a lo anterior, lo cierto es que hay también muchas cuestiones técnicas en juego; y, por lo mismo, es posible concebir una variedad de propuestas, hechas de buena fe, sobre nuevos sistemas o sobre reformas al actual sistema. Es por esto que no se debe demonizar ninguno de ellos. Debe ser una discusión desideologizada, sin aprioris o maniqueísmos. No ayuda a los jubilados descalificar sin más el sistema de capitalización individual, y proclamar al sistema de reparto como la panacea, o viceversa.

Sumemos a lo hasta aquí dicho la importancia de ser responsable en las propuestas: es una exigencia de la ética, y no sólo de la técnica, que el sistema de pensiones que se escoja para un país sea viable y rentable.

- Usted afirma que, tras haber estudiado el sistema de pensiones alemán, pudo constatar que los principales problemas a los que éste ha debido enfrentarse en los últimos años son, por una parte, el descenso dramático de la tasa de natalidad (la que llega hoy al 1,4), y, por otra, el aumento de la expectativa de vida. Esto hace difícilmente sostenible un sistema de reparto que presuponga la solidaridad entre generaciones. ¿A qué factores se debe esa tendencia demográfica que afecta a la mayor parte de Europa y que, aunque en otra escala, afecta también a Chile?

- Pienso que uno de los factores más importantes es la mentalidad individualista: la noción de que la plenitud del ser humano se alcanza de forma individual y no comunitaria. Hoy solemos escuchar frases como "quiero cumplir mis propias metas" o "lo más importante es la autorrealización personal", concibiéndose las "metas" y la "realización" en la línea de la autonomía. En este contexto, los hijos comienzan a concebirse culturalmente como un obstáculo para la felicidad, y no como un don que agradecer; y, por lo mismo, tiende a bajar la tasa de natalidad.

Agreguemos a lo anterior que es muy común ver que los hijos de padres ausentes, por ejemplo, después sean reacios a formar su propia familia, justamente por la triste experiencia de familia que tuvieron. Por lo mismo, cuando a mí me preguntan "qué quieres dejarles a tus hijos", lo primero que respondo no es "una buena educación escolar y universitaria" o cosas semejantes (que claro que son importantes), sino "un buen recuerdo". Cuando los hijos tienen buenos recuerdos familiares es muy probable que quieran formar sus propias familias a futuro y contribuir de este modo a la sociedad.

- Según las últimas encuestas, la mayoría de los jubilados chilenos dice padecer soledad, enfermedad y pobreza. ¿Qué enfermedad o enfermedades sociales cree Ud. que se encuentran detrás de esta dramática realidad?

- Esto está muy relacionado con lo anterior: volvemos a la enfermedad del individualismo. Y añadamos otras dos: el activismo y el utilitarismo.

El activismo nos lleva a hacer cada vez más cosas: pensamos que si nos llenamos de actividades seremos mejores, y eso no es así. Muchas veces puede ser lo contrario: podemos volvernos egoístas, y dejar de destinar tiempo a las personas que más nos necesitan. Según el último "Índice de Solidaridad" que realiza periódicamente la Universidad Católica en conjunto con Adimark, lo que menos donamos los chilenos es tiempo. Muchas veces es más fácil donar dinero que donar tiempo. Sin embargo, el verdadero oro es el tiempo. Y el activismo es enemigo de la donación del tiempo.

Por su parte, el utilitarismo -este movernos sólo según el criterio de lo útil- nos lleva a desear deshacernos de las cargas, las cuales se nos aparecen como inútiles y nocivas. Y son vistos como cargas tanto los hijos como los ancianos. Lo cierto es que tanto los hijos como los ancianos son efectivamente cargas, en el sentido de que son personas a las que tenemos la obligación de mantener y que dependen de nosotros. El punto es que esos vínculos de dependencia no son algo indeseable o vergonzoso, sino al contrario: el hombre es esencialmente un ser social y, por lo tanto, radicalmente dependiente de otros. Por lo mismo, una sociedad que debilita o rompe sus vínculos de dependencia se deshumaniza.

- En cambio, cuando nos sabemos dependientes y necesitados de otros, al mismo tiempo se hace más natural el detenernos a mirar al otro, y estamos más proclives a afirmar la presencia de ese otro...

- Así es: Nos alegramos de su existencia y lo amamos por ser quien es, y no por la utilidad que ese otro nos presta. Ese amor gratuito es justamente lo opuesto a lo que se nos muestra en la mayoría de las películas románticas, en las que solemos escuchar frases como "te elijo, porque me haces tan feliz"; mientras que la gratuidad del amor es justamente lo contrario: es un "te elijo, porque quiero hacerte feliz". Una sociedad debiese promover una cultura de la gratuidad y la solidaridad. Esto último es un trabajo de largo aliento, que no se logra de un día para otro.

- ¿Y ese trabajo de largo aliento puede hacerse de modo comunitario o sólo de modo personal?

- Sería interesante saber qué nos dice Juan Pablo II al respecto. Él afirma que la solidaridad no debe ser sólo una virtud personal, sino también un principio rector del orden social. Así, la solidaridad debe inspirar y regir no sólo a las personas, sino también las instituciones, la economía, las comunidades, etc.

Agreguemos que, a diferencia de lo que muchas veces puede pensarse, la solidaridad no es un sentimiento superficial, sino, en palabras también de san Juan Pablo II, "es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común, es decir, el bien de todos y cada uno para que todos seamos realmente responsables de todos".

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