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Populismo en Chile

Embajador de Chile en argentina

Por: José Antonio Viera-Gallo | Publicado: Miércoles 22 de marzo de 2017 a las 04:00 hrs.
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Todos hemos sentido esa sensación indefinible de llegar a un bivio en que tenemos que escoger el camino: ¿qué dirección seguir?, ¿qué nos depara la ruta más allá del recodo? Así sucede también a los países en ciertas encrucijadas históricas.


El dilema parece girar hoy en torno al populismo. E. Laclau –que tenía una visión apologética del fenómeno– lo definía como un proceso que se presenta cuando se acumulan demandas populares insatisfechas que son interpretadas y articuladas por un líder carismático en desmedro del normal funcionamiento de las instituciones y la vigencia del derecho. Laclau concibe el populismo en la historia de América Latina como una ampliación de las bases sociales de la democracia liberal. Pero la experiencia pasada y reciente más bien pone en evidencia las contradicciones y los límites del populismo: sus promesas de redención social suelen transformarse a poco andar en crisis que provocan su descrédito y suelen dejar al desnudo el núcleo autoritario que indefectiblemente lo caracteriza como estilo de ejercer el poder.


Mientras la democracia se funda en el diálogo y la argumentación y su alma está en la libre deliberación organizada, el populismo supone la polarización, la confrontación y la división del campo social y político entre "el pueblo" y sus oponentes. Bernard-Henri Ley nos recuerda que "el populismo siempre recurre al lenguaje vivo contra el lenguaje vacío, al lenguaje crudo, truculento, contra la lengua supuestamente muerta, constreñida por los tabúes, de lo políticamente correcto".


El populismo puede ser de izquierda, derecha o centro. Acontecimientos recientes nos recuerdan que no es un fenómeno exclusivamente de los países en desarrollo. Puede florecer también en sociedades industrializadas, incluso en aquellas que tienen una arraigada tradición democrática. Pero será siempre nacionalista, auto afirmativo de la propia identidad y refractario a lo extranjero o diferente, en especial a los migrantes pobres, al borde del racismo.


Entre nosotros se oyen ecos populistas: la confianza ilimitada en el pueblo, como si fuera inmune a la equivocación, y la voluntad de la mayoría coincidiera siempre y automáticamente con el interés general; la crítica a las instituciones republicanas que sirven de tramado a la democracia: ¿no fue reiterada en los cabildos constituyentes la demanda por plebiscitos sobre cualquier cosa y un cierto rechazo al principio de representación?; ¿no existe una suerte de idolatría de los sondeos y encuestas de opinión y una exigencia de la calle y de las redes sociales a que las instituciones se dobleguen al parecer cambiante de la nueva opinión pública?; hoy aparece el poder debilitado frente a los humores de la gente, acosado por los twitter y Facebook, mientras muchos candidatos se jactan de usar un lenguaje común con poco contenido, que los pone en contacto superficial y transitoriamente con una gente que se define por el consumo constante y creciente.


Admitamos que la corrupción ha sido un estímulo significativo del populismo. Cunde la desconfianza ciudadana.


El rasgo más característico del discurso populista es la simplificación. La complejidad es su mejor antídoto. ¿Cómo podrían seducir si sus líderes argumentaran y entregaran elementos para la deliberación, si enseñaran pedagógicamente a dudar y a que la gente se hiciera responsable de encontrar las soluciones a los problemas que denuncian?


La capacidad de conducción de un auténtico dirigente político no puede basarse en una caricatura de los desafíos y en una afirmación narcisista de su capacidad para enfrentarlos con éxito.


La alternativa al populismo es la deliberación democrática responsable, que reforma las instituciones para hacerlas cada vez más eficaces, que entiende la importancia del derecho y que busca interpretar los anhelos de la gente sin abdicar de la responsabilidad de conducir. La demagogia –que se puede asimilar al populismo– ha sido considerada desde la filosofía clásica como una enfermedad de la democracia.

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