Columnistas

Los valores y la política

En este último tiempo algunos parlamentarios han entrado en la discusión sobre los llamados temas valóricos, hablando en favor de las uniones de hecho -homo y heterosexuales-...

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En este último tiempo algunos parlamentarios han entrado en la discusión sobre los llamados temas valóricos, hablando en favor de las uniones de hecho -homo y heterosexuales- y la “píldora del día después”. Más allá de los valores involucrados en los debates públicos, llama la atención la poca importancia que se le asigna a las convicciones personales, las que se reducen casi a un mero capricho personal. 


Si queremos ordenar los temas públicos deberíamos seguir la clásica distinción entre aquellos esenciales de los opinables. De lo contrario, la discusión sobre el matrimonio, la propiedad, la libertad de enseñanza o la vida humana estaría en el mismo nivel que el alza de los impuestos o las diversas formas de reconstrucción después del terremoto. Sin embargo, hay dos puntos que niegan esta disyuntiva. En primer lugar, cuando alguien opina sobre algún tema público o comienza a participar en política es porque tiene algo que defender o promover. Son los principios y valores, algo tan fuerte que nos mueve a defenderlos en la esfera pública. Si ellos dieran lo mismo o fueran siempre opinables y pudieran cambiarse a voluntad, ¿tendrían la fuerza para mover tantas vocaciones de servicio a lo largo de la historia? ¿Qué tendría de relevante pertenecer a un partido político o a otro (o a ninguno)?
Lo segundo está más o menos ligado a lo anterior: los grandes temas que se defendieron antaño están “resueltos”. En Chile ya no se discute sobre el sistema económico o político, la democracia y el libre mercado gozan de un amplio consenso. Sin embargo, pensamos distinto en varios otros tópicos. Y los asuntos que tratan tan de cerca la dignidad de la persona son, por excelencia, los “temas esenciales”, por los que vale la pena jugarse, pero sin olvidar que la gran mayoría de ellos son opinables y en ellos gozamos de libertad para sostener opiniones diversas. 
Al inicio de la película “Un hombre para todas las horas” aparece un interesante diálogo entre el Cardenal Wolsey y Tomás Moro. El primero le dice a Moro: “Si solo pudiera ver los hechos sin esa horrible inclinación moral, con un poco de sentido común podría haber sido un estadista”. El segundo responde: “Creo que cuando los estadistas abandonan su conciencia personal, por consideración a sus deberes públicos, llevan a su país directamente al caos”. Hoy la historia ha juzgado severamente a Wolsey y Enrique VIII; en cambio, Moro -político que muere por sus convicciones personales- es modelo para muchos políticos y gobernantes y ejemplo de coherencia moral.

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