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Los mejores mentores que he tenido: francos, chismosos y siempre acertados

Pilita Clark

Por: Pilita Clark | Publicado: Lunes 25 de septiembre de 2017 a las 04:00 hrs.
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Los programas corporativos de mentoría han proliferado, ¿pero escogen las mejores parejas de mentor y pupilo?

Cuando regresé al trabajo la semana pasada después de las vacaciones de verano, noté que habían carteles llamativos pegados en las paredes pidiendo que participáramos en el programa de mentoría.

Lo consideré cuidadosamente, ya que había descubierto un extraordinario caso de mentoría mientras leía una novela en la playa titulada “The Power” (El Poder) de la escritora británica Naomi Alderman.

El libro propio no es sobre un mentor, y se debe evitar a menos que uno quiera leer sobre un futuro imaginario donde las chicas pueden convertir a los hombres en trozos electrificados con solo tocarlos. Pero tenía una dedicación singular: a Margaret Atwood, la aclamada escritora.

Descubrí que Atwood había tomado a Alderman bajo su ala en un programa de mentores unos años atrás y, como escribe Alderman en sus expresiones de gratitud, “ella creyó en este libro cuando era sólo un destello, y cuando perdí esperanza me dijo que estaba definitivamente vivo, no muerto”.

Resultó ser una decisión desastrosa para Margaret Atwood. Su novela Hag-Seed y la de Alderman resultaron ser finalistas para un importante premio literario ese año, el Premio Baileys de Ficción para Mujeres, de 30.000 libras. Alderman ganó.

Cuando me enteré de esto, pasaron varias reflexiones por mi mente con gran rapidez, sobre todo: ¿Por qué diablos nunca tuve un mentor?

Los programas corporativos de mentores se han difundido sin cesar durante los últimos 20 años, principalmente porque las empresas se han dado cuenta de que lograr que sus empleados sean más felices y leales les ahorra un montón en el reclutamiento de novicios.

Pero estos programas casi no existían cuando yo comencé a trabajar en periódicos australianos en la década de 1980, y cuando se crearon ya se me consideraba suficientemente mayor para ser yo misma un mentor.

Por suerte todos mis pupilos parecían ser a lo menos 30 puntos de cociente de inteligencia más listos que yo, y soportaban pacientemente mis torpes esfuerzos por animarlos sin sufrir ningún evidente daño de larga duración.

Pero al pensar más en el episodio Atwood-Alderman, me di cuenta que yo había tenido algunos mentores sensacionales a través de mi carrera. Sólo que ni ellos ni yo lo sabíamos.

Esto se debe a la persistencia de varios mitos sobre los mentores.

El primero tiene que ver con la naturaleza del mentor ideal. En los programas corporativos, las personas de más rango y éxito tienden a asumir este rol. Pero en mi experiencia, los mejores mentores pueden ser los peores empleados: chismosos, indiscretos y con una épica falta de interés en las reglas del lugar de trabajo. Uno de mis favoritos fue un hombre de mediana edad que trabajaba para un periódico que me contrató hace muchos años, donde yo tenía que asignar artículos a docenas de periodistas que nunca había conocido, sin tener la menor idea de sus historiales y sus habilidades.

Al ver mi predicamento, escribió una lista de nombres de periodistas, con una franca descripción de sus respectivos defectos, desde los gramáticos hasta los intelectuales y psicológicos.

Esto transformó mi trabajo, aunque hubiera arruinado el suyo si se hubiera llegado a saber públicamente.

Hay otro mito sobre qué tipo de consejos son ideales. Está de más decir que deben inspirar en vez de aplastar. Pero la honradez franca es inestimable.

Cuando comencé a trabajar para los periódicos en Londres, una editora me llevó a un lado y me dijo: “Aquí tienes dos grandes problemas: no eres hombre y no eres británica”. Además de eso, me dijo, “eres invisible”. Si quería avanzar, tenía que darme a conocer mucho más en la oficina.

Ella tenía razón, pero ya que en ese momento yo era demasiado inútil para saber a dónde quería avanzar, el consejo fue en vano. También era demasiado inepta para entender algo ampliamente conocido en la política y realmente eficaz en la oficina: vale la pena pedir ayuda. Los pupilos potenciales deberían de tomarlo en cuenta, sobre todo los tímidos.

En un mundo de enormes volúmenes de trabajo y fechas de entrega imposibles, pedir ayuda puede ser difícil. Pero la verdad es que cuando les pides ayuda a los colegas, se sienten halagados y tienden a apreciar a la persona que lo pidió.

Una sola advertencia: la petición tiene que ser sincera. Reclutar al jefe bajo el pretexto de pedir ayuda podría parecer una maniobra eficaz. Pero si es tan tonto que no se da cuenta de lo que está pasando, probablemente su consejo no tendrá mucho valor.

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