Durante la últimas semanas nos han recordado episodios de nuestra historia que aún no somos capaces de incorporar a nuestra identidad. La visita de la Presidenta a La Araucanía y la petición de perdón de algunos internos de Punta Peuco, revivieron el debate en torno dos temas que siempre están presentes de manera soterrada: la integración del pueblo mapuche y la división política más profunda de la historia reciente de nuestro país, que incluyó delitos de lesa humanidad.
Ambos temas comparten mucho en cuanto problemas sociales (aunque sean incomparables en sí mismos). En primer lugar, no son cuestiones que se solucionarán de una vez y para siempre con tal o cual política pública. Al tocar tan radicalmente la historia personal de numerosos chilenos, asociada muchas veces a terribles dramas, se constituyen dolores que conforman la propia individualidad. El problema, en ambos casos, es uno de orden espiritual. Por eso han fracasado quienes pretenden solucionarlos como si fuesen una difícil ecuación matemática (en el caso del quiebre del 73) o si dependiesen de más o menos asignación de recursos públicos (en lo referido al pueblo mapuche). Estos no son temas que podremos solucionar y luego guardar la carpeta en el archivador: siempre estarán presentes.
Se parecen también porque sus causas y circunstancias históricas son muy complejas. Así, hay que resistir, positivamente, a la tentación de juzgarlos sólo con los valores actuales sin entender qué llevó a compatriotas nuestros a esas situaciones. Nada justifica atropellar la dignidad de otro ser humano, pero al sacar los problemas de su contexto, no somos capaces de comprenderlos a cabalidad y, por lo tanto, disminuye nuestra posibilidad de integrarlos y darles una salida.
Hay una tendencia a ver estos temas como una reclamación que sobrepasa la justicia, la que termina siendo simplemente vengativa. Si el otro quiere vengarse o aprovecharse, no me abro ni siquiera a escucharlo y se hace imposible, por tanto, cualquier diálogo. Y sin diálogo, no se puede encontrar una salida.
Al ganar Nelson Mandela las elecciones en Sudáfrica, parte de la población blanca esperaba que ahora les devolvieran la mano y se comportaran como ellos lo habían hecho. Pero Mandela mismo fue un ejemplo, y ni siquiera echó al personal que trabajaba en la casa de gobierno, al mismo tiempo que condujo un proceso para reparar y encontrar la verdad.
No hay nada más contradictorio que ante una solicitud de perdón se exija que sea aceptado, pues precisamente es sin condiciones ni exigencias. Por eso no podemos exigirle a nadie que se transforme en un Mandela, pero sí debemos preguntarnos qué hacemos nosotros para facilitarles que lo sean. ¿Cómo nos aproximamos a estos temas tan difíciles? ¿Cómo contribuimos a integrar estos temas a nuestra propia identidad nacional? Podría ser nuestro propósito para el 2017.