A menos de dos semanas de la elección presidencial, tristemente seguimos discutiendo el “desde”. Lo mínimo que se puede pedir: seguridad y economía. Sin duda, prioridades esenciales, pero ellas se consagran en 30 segundos. ¿Dónde quedó la conversación sobre nuestro norte? ¿Cuál es el sueño que ordena las prioridades, la estrategia que las hace coherentes, la ambición que obliga a elegir? No es de extrañar la desafección y la volatilidad de los votantes.
En Estados Unidos, más allá de lo repudiable de la retórica de Donald Trump, sus pulsiones iliberales y sus decisiones autoritarias, hay una tesis de fondo que sus financistas e intelectuales repiten: Occidente se estancó. Peter Thiel lleva años diciendo que prometimos autos voladores y nos quedamos en 140 caracteres. El salto en progreso entre 1930 y 1960, o desde 1970 al año 2000, es impresionante frente a la discreción de los últimos 25 años. Más allá de las diferencias políticas, sí rescato la ambición: volver a poner metas de órdenes de magnitud superiores.
“Que la bronca de un Gobierno incompetente no nos haga bajar la vara, sino subir el nivel. Que la urgencia y el hartazgo no nos hagan elegir eso que suena bien, pero que tiene aún menos experiencia que los que van saliendo”.
En Chile tuvimos algo de eso. Soñamos un país sin desnutrición infantil y lo logramos. En los años ‘90 discutíamos cómo acabar con la pobreza, un Chile sin campamentos, y el Presidente Piñera fue más allá, planteando llegar a ser un país desarrollado, medido en ingreso per cápita. Una meta clara, una ambición que permitía imaginar un Chile más próspero. Nos obligaba a hablar de productividad, de capital humano y de la inversión necesaria para recorrer un plan. A forzarnos intelectualmente para diseñar soluciones y gestionar el Estado con precisión.
Hoy el “debate” solo consiste en repetir más crecimiento y menos delincuencia, con promesas de más cárceles y menos déficit. Aritmética básica, porque no aspiramos a multiplicar.
Estamos discutiendo táctica sin estrategia. Nadie habla de proyectos mineros de clase mundial; de un plan nacional de desalación que haga florecer el norte; de medianas empresas que se transforman en grandes, y de grandes que se transforman en multilatinas. Ni de universidades que sean referentes en la región, ni de un sistema integrado público-privado de salud que resuelva las listas de espera, ni de albergar a los grandes modelos de inteligencia artificial en frío de la Patagonia con energía limpia. Ni siquiera de un mercado laboral más equilibrado que habilite mejores sueldos, o la modernización del Estado para que sea eficiente y efectivamente cumpla su mandato. Nada.
No es ciencia ficción, es discutir con rigor, es escoger, es priorizar, es poner incentivos correctos, es coordinar Estado y privados, es regular con inteligencia, es hilar fino, ir al detalle y ejecutar con obsesión por el trabajo bien hecho.
Y puede ser que esta sea la resaca de un Gobierno que prometió todo y no supo gestionar nada. Pero la cura al voluntarismo no es el minimalismo, sino la ambición con la inteligencia de un buen plan.
Que la bronca de un Gobierno incompetente no nos haga bajar la vara, sino subir el nivel. Que la urgencia y el hartazgo no nos hagan elegir eso que suena bien, pero que tiene aún menos experiencia que los que van saliendo. Que nuestra ambición se traduzca en exigir más; equipos más preparados, planes mejor pensados y una ejecución más prolija que nos permita soñar en grande con un Chile más próspero.
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