Decir que los empleados más viejos carecen de energía es discriminatorio y erróneo
Lucy Kellaway
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Lucy Kellaway
Recientemente participé en un simposio sobre un tema muy importante para mí: qué deben hacer las personas entre 50 y 60 años respecto a su vida profesional ahora que todo el mundo va a vivir para siempre.
Yo ofrecí el punto de vista bastante obvio de que todas las profesiones deben contratar a los cincuentones a nivel de entrada y entrenarlos junto con los recién graduados.
Una mujer en el público levantó la mano y dijo que era una bonita idea, pero que no daría resultado porque las personas mayores no tenían la misma energía que las jóvenes. En ese momento discrepé educadamente. Pero desde entonces me he estado sintiendo menos bien educada.
Decir que alguien que tiene 55 años no tiene la energía de alguien de 25 en el trabajo no sólo es indignantemente discriminatorio, es casi con certeza erróneo. No obstante, casi todo el mundo lo acepta como una verdad.
Desde entonces me he dedicado a preguntarle a la gente si creen que los cincuentones tienen menos energía que personas tres décadas más jóvenes. Sí, dicen casi todos. Pero entonces les hice la misma pregunta a unos cuantos colegas que pude hallar en el FT de más de 50. Todos dijeron lo mismo: no.
La ciencia nos dice que nuestros cuerpos están en la cima de la fuerza física entre los 20 y 30 años, y que nos vamos debilitando de ahí en adelante. Pero eso no tiene importancia, a menos que uno esté contemplando una carrera de leñador o minero, porque en la mayoría de los empleos no se necesita nuestra máxima fuerza física.
En realidad, si tiene algún sentido hablar sobre los períodos en los que tenemos más o menos energía, el punto más bajo no se encuentra entre los 50 y 60 años sino cuando tenemos 30.
Éste es el período en que las personas se dedican a la reproducción, la cosa más agotadora que la gente común hace rutinariamente. Cuando tenía entre 30 y 40 años estaba tan cansada que, aunque seguramente tenía energía para mi trabajo, en retrospectiva no recuerdo cómo fue posible. Todo eso quedó en blanco en mi memoria.
De la misma manera, los de veintitantos tampoco aportan energía ilimitada al trabajo. Posiblemente la biología esté de su parte, pero entonces van y lo echan todo a perder divirtiéndose. Para muchos las típicas noches de viernes y sábado implican estar fuera casi hasta la madrugada y consumir cantidades inmodestas de sustancias legales e ilegales, lo cual los deja menos repuestos al final del fin de semana que al inicio.
Por contraste, una persona mayor llega al trabajo el lunes por la mañana sintiéndose despabilada después de un poco de jardinería y haberse ido a la cama a una hora decente.
Cuando llegamos a los 50 y 60 años, con los niños y los bares en el pasado, tiene sentido que suban los niveles de energía en el trabajo. La mayoría de mis contemporáneos comen mejor y hacen más ejercicio que hace 30 años. Necesitamos menos horas de sueño, y aunque las leyes de la biología nos traicionan, hemos aprendido a concentrar nuestra limitada energía con el fin de lograr el mejor efecto posible.
Pero aún más importante que las diferencias entre las décadas son las diferencias de personalidad. Algunos de los que tienen 20 años son excesivamente vigorosos, mientras que otros duermen hasta el mediodía y después acampan en el sofá, demasiado cansados para hacer simples tareas cómo sacar la basura.
Aún a los 95 años, cuando la mayoría ya ha desaparecido, otros siguen a todo vapor. El Príncipe Philip, después de pasar las últimas siete décadas en el arduo trabajo de volar por todo el mundo para develar placas, sólo ahora ha declarado que basta ya.
Para la mayoría de las personas, no importa si se tienen 20 años o 90, la energía en el trabajo sube y baja dependiendo de lo que estén haciendo. Esto no es principalmente una función de la edad o la personalidad, sino del estímulo. Mientras más ocupado e interesado se está, más energías se tiene.
Después de un día de trabajo cuando he estado frenéticamente activa haciendo cosas estimulantes e interesantes, me monto en mi bicicleta y corro a casa a paso apresurado. Después de un día en el que he perdido tiempo, me he aburrido o he languidecido en una reunión, estoy tan cansada que apenas puedo contemplar un corto viaje en bicicleta.
Esto podría explicar por qué algunas personas mayores caminan con los hombros caídos todo el día en el trabajo. No es porque hayan cumplido más de 50 años. Es porque el trabajo ya no les parece especialmente estimulante. Simplemente sucede que han pasado demasiado tiempo haciendo la misma cosa.