Mi discurso fue un desastre porque me he vuelto demasiado confiada
Lucy Kellaway
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Lucy Kellaway
Viajé por tren a Oxford hace tres semanas para dar un discurso a los benefactores de mi alma mater. Estaba de excelente humor. Hacía buen día y yo me estaba divirtiendo al leer un artículo en el blog del empresario Chip Conley sobre la sabiduría que se logra con la edad. A los 56 años, él prefiere verse más que como un cartón de leche con una fecha de vencimiento, como una botella de vino que mejora cada año.
Al pasearme por Oxford quise creer lo mismo. Yo también era una botella de vino que había mejorado. Ya no escuchaba el susurro de mi juventud: “no das la talla”. La intensidad -tanto de la angustia como de los escasos brotes de alegría- que sentía de estudiante por fin había retrocedido. El colegio Lady Margaret Hall (LMH), cuya fachada antes se asemejaba a una cárcel, se había beneficiado de costosísimas renovaciones y al sol del atardecer lucía casi hermoso.
Hasta estaba anticipando dar mi discurso. Sentía que nada podía salir mal. Era un público cautivo y yo había escrito algo que me parecía un buen balance entre el recuerdo cómico y la sinceridad, y pensaba que era lo suficientemente provocador para que el público no se quedara dormido con las copas de vino oporto.
Dos minutos después de empezar, me di cuenta de que las risas del público eran forzadas y que, entre más hablaba, más se empeoraba el ambiente. Segundos después de regresar a mi asiento, dos hombres se abalanzaron sobre mí en protesta. Uno de ellos me preguntó -completamente iracundo- qué me había impulsado a insultar a todo el mundo. El otro simplemente dijo: “¡Váyase!”, mientras señalaba la puerta.
En un espacio de quince minutos, había logrado irritar a varios exalumnos, benefactores y profesores. De alguna forma les había dicho a los hombres que eran aburridos y a las mujeres que andaban mal vestidas, y había tomado el nombre del ausente Stephen Hester (jefe ejecutivo de RSA y estudiante de un año menos que yo) en vano. Lo mío fue una metida de pata extraordinaria.
He molestado a algunas personas a través de los años, pero lo notable de esto no fue la intensidad de la emoción con la que reaccionaron, sino que esta vez yo estaba tratando de hacer lo contrario. Mi universidad cambió mi vida. Me enseñó cómo trabajar, cómo pensar y cómo identificar la hipocresía y la falsa lógica. LMH me aceptó a pesar de calificaciones atroces y poco mérito, pero ahora está haciendo algo más digno. Ha establecido una fundación para estudiantes de antecedentes pobres que, a pesar de comienzos difíciles en la vida, se han desenvuelto mucho mejor en la escuela que yo.
No es agradable que te griten de esa manera, pero lo que más me desconcertó fue cómo diablos yo, con toda mi experiencia, fui capaz de mal juzgar mi discurso de tal manera.
Al final de la noche había concluido que Chip Conley estaba diciendo tonterías. Yo no tengo nada en común con una buena botella de vino añejo, aunque si en ese momento hubiera tenido una a mano, me la habría tomado entera.
En vez de adquirir sabiduría con la edad, parece que está sucediendo lo contrario. El cambio más notable (aparte de los que veo en el espejo) es que ya no siento miedo.
Antes tenía miedo de fracasar en el trabajo, o de que alguien me descubriera, o de lo que la gente pensaba de mí. Ser confiado hace que la vida sea más cómoda pero también más peligrosa, porque el miedo repele el desastre. El miedo te disuade de llenar un discurso de sarcásticos y fastidiosos comentarios, que aunque en el momento de escribirlos te parezcan divertidos, podrían no parecer tan simpáticos a las víctimas de las palabras.
El incidente me enseñó algo aún menos consolador: lo difícil que es aprender de los errores. Tengo mucha experiencia cuando se trata de esto: sigo golpeando la acera al estacionarme. Sigo escribiendo mal la palabra “separado”, a pesar de la persistencia de Google en corregirme.
Cometer errores es una experiencia dolorosa. Y ya que sentir dolor no es agradable, me estoy volviendo experta en estrategias para evitarlo. Estoy reinterpretando el incidente en mi mente para cambiar el resultado, y me atrevo a decir que en unos días le estaré echando la culpa al público por no entender el lado humorístico de mi discurso.
Lo cual me lleva a lo único que sí hago mejor que antes: recuperarme de un revés. Antes, una metida de pata así me hubiera avergonzado por lo menos durante un par de años. Pasé las siguientes 24 horas en estado de extrema humillación. Pero ahora que me he desahogado, pronto podré pretender que dicho error nunca sucedió.