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Decrecimiento y nueva Constitución

Felipe Schwember Faro, UDD

Por: Felipe Schwember | Publicado: Miércoles 20 de julio de 2022 a las 04:00 hrs.
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Felipe Schwember

Es difícil exagerar la importancia de la teoría del “decrecimiento” en el proyecto constitucional. Su importancia es no solo económica, sino también política, pues ofrece un programa en el que pueden converger distintas corrientes de izquierdas. El decrecimiento les ofrece lo que con Rawls podríamos denominar la oportunidad de un “consenso entrecruzado”, es decir, de uno al que pueden arribar a partir de diferentes premisas.

Los simpatizantes de la democracia directa y aquellos que quieren “democratizar” las decisiones económicas; los partidarios de restituir las formas de vida de los pueblos originarios por medio de derechos colectivos; los que abogan por los derechos de la naturaleza y el rescate de los “bienes comunes”; los que deploran el individualismo y el consumo; los nostálgicos de la autarquía y la vida en pequeñas comunidades; los que creen que las estructuras socioeconómicas producen (y reproducen) formas opresivas del género y la sexualidad; todos ellos tienen —o creen tener— alguna razón para apoyar la agenda decrecentista.

“La premisa del ‘decrecimiento’ es que es imposible crecer infinitamente en un planeta finito. Sus soluciones son en general absurdas: el decrecentismo equivale a cumplir una prescripción médica de reposo provocándose un de-rrame cerebral”.

Pero, ¿cómo es posible que una teoría que mezcla Rousseau y Malthus se haya convertido en el objeto de esa adhesión ecuménica? ¿Y cómo es posible que el comunismo se avenga a todas las preocupaciones pequeñoburguesas que se cuelan en ella?

La respuesta es doble: por una parte, por la crisis ecológica en curso; por otra, porque el desiderátum decrecentista constituye la antítesis del sistema económico actual: es el condensado y el catalizador de los sentimientos anticapitalistas de nuestra época. Como tal, pretende denunciar la irracionalidad del capitalismo y ofrecer un proyecto alternativo.

Su premisa es que es imposible crecer infinitamente en un planeta finito. A partir de ella, busca denunciar al neoliberalismo como la ideología que procura cohonestar la irracionalidad económica. Por eso desecha conceptos como “desarrollo sustentable” (que sería un oxímoron) o “externalidad negativa” (pues no hay un “afuera” de la naturaleza), que considera partes del embuste neoliberal.

Obviamente, la admisión de todo o parte del diagnóstico decrecentista no nos obliga a aceptar sus soluciones, en su gran mayoría absurdas: el decrecentismo equivale a cumplir una prescripción médica de reposo provocándose un derrame cerebral. En él encontramos, una vez más, una teoría que no entiende la función que cumplen los mercados como mecanismos de coordinación económica; una teoría que cree que puede determinarse el valor de los bienes de modo voluntarista y centralizado (con una centralización a pequeña escala); encontramos una teoría política que, pese a sus ínfulas democráticas, ha decido desoír las lecciones de Hayek acerca de la conexión entre autoritarismo y centralización de la economía.

Así las cosas, la influencia que tuvo el decrecentismo en la Convención Constitucional es problemática por dos razones: primero, por la forma inestable de democracia que supone; y segundo, por el nutrido catálogo de derechos sociales con que se combina. Tales derechos son costosos y en una sociedad decrecentista serían todo un lujo.

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