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Estudiantes

Padre Raúl Hasbún

Por: Equipo DF

Publicado: Viernes 6 de abril de 2018 a las 04:00 hrs.

18 años tenía cuando comencé mis estudios universitarios. Pude haberlo hecho a los 17, pero una grave afección pulmonar me hizo perder un año completo. La ley entonces vigente exigía 21 para ser mayor de edad. Fui estudiante universitario, y lo habría sido ahora, siendo legalmente menor de edad.

Conservo registro mental y escrito de mi adolescencia. Familia y colegio me habían inculcado convicciones imborrables, junto con los medios suficientes para vivir conforme a ellas. Pero mi diario, confidente insobornable de un adolescente, da cuenta de mis angustiosas dudas, cavilaciones, contradicciones y rápidas mutaciones en esta etapa de transición. Era inmaduro: afectiva, emocional, intelectual, volitiva y vocacionalmente. Comencé estudiando, con pasión y fruto, Derecho, Pedagogía y Filosofía. Recién al tercer año reconocí mi vocación sacerdotal. Tampoco podría decir que en mis 8 años de seminarista y 4 de estudiante de Teología logré consolidarme como adulto claramente conocedor de mis metas y medios, o definitivo señor de mis pasiones y apetitos.

Aprendí, por experiencia, que ser joven estudiante abre la mente para imaginar todos los mejores mundos posibles; la boca para proclamar con fuego todos los ideales que los adultos fríamente declaran imposibles; el corazón para con vehemencia amar todas las utopías que sólo Dios puede inspirar y hacer realidad. Mi adolescencia estudiantil estuvo marcada por el maximalismo de mis aspiraciones y exigencias, y por la incoherencia entre lo que sabía, quería y finalmente hacía. Nada nuevo. Es el hombre. Necesita tiempo para madurar, tropezando y cayéndose, ilusionándose y desengañándose; hasta comprobar que nada bueno se consigue sino en la perseverante línea recta de la autoexigencia y de la confianza en uno más grande que uno.

Como sacerdote llevo 56 años colaborando en la educación de jóvenes estudiantes. Me reconozco en cada uno de ellos. Los aliento y alabo por sus ideales. Los aterrizo en sus fragilidades. Su edad celular no los inmuniza contra el error intelectual o la transgresión conductual. Si fueran buenos, impecables sólo por ser jóvenes y estudiantes, su adultez los corrompería automáticamente. Ellos necesitan madurar, bajo la comprensiva y exigente tutela de hombres expertos, que no les soben la piel canonizándolos en vida como infalibles e impecables.

La declaración del rector de la Universidad de Chile, rehusando toda vigilancia y censura sobre agendas estudiantiles que enseñan e invitan a destruir, con panfletaria emocionalidad, vidas humanas recién concebidas, mediante artefactos médicos pero sin receta ni supervisión médica; dando como razón que "los estudiantes son absolutamente autónomos y maduros como para construir sus agendas como ellos quieran", es uno de los más sonoros disparates –antropológicos, pedagógicos y jurídicos- que me ha tocado escuchar en boca de una autoridad universitaria.
Podrá jugarle en su contra, si alentados por esta canonización en vida se rebelan contra su autoridad y se toman y destruyen su universidad.

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