Juan ignacio Brito

La guerra, otra vez

JUAN IGNACIO BRITO Profesor de la Facultad de Comunicación e investigador del Centro Signos de la U. de los Andes

Por: Juan ignacio Brito | Publicado: Miércoles 3 de agosto de 2022 a las 04:00 hrs.
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De pronto, lo que parecía un mundo tranquilo se ha tornado peligroso. Rusos y ucranianos combaten en Europa; China advierte a Estados Unidos que “no juegue con fuego en Taiwán”; y los norteamericanos matan al líder de Al Qaeda, recordándonos que la “guerra contra el terror” sigue viva. Hoy se pelea en Yemen, el Congo, el Sahel africano…

La guerra se resiste a morir, pese a que su desaparición ha sido anunciada muchas veces por los propagandistas del progreso. En 1792, el científico Joseph Priestley proclamaba que el intercambio comercial entre Francia, Gran Bretaña y otros países hacía muy difícil que la guerra volviera a Europa. Huelga decir que Napoleón y los monarcas del Viejo Mundo pensaron distinto.

“La guerra se resiste a morir, pese a que su desaparición ha sido anunciada muchas veces por los propagandistas del progreso. Los porfiados hechos muestran que, como dijo la historiadora Margaret MacMillan, ‘la guerra no es una aberración’, sino una constante”.

Desde entonces, liberales como el revolucionario Thomas Paine, el filósofo John Stuart Mill, el economista Richard Cobden o el empresario polaco Iván Bloch aseguraron que la guerra había llegado a su fin. Bloch escribió en 1899 un libro titulado “¿Es la guerra ahora imposible?” Una década después, el británico Norman Angell respondía la pregunta sin dejar lugar a dudas: una nueva guerra era impensable, porque los costos de pelearla sobrepasaban incluso los beneficios de ganarla. La Primera Guerra Mundial estalló en 1914.

El entusiasmo liberal de la posguerra fría encarnó en predicciones similares. Si el mundo, como auguró Francis Fukuyama en su tesis sobre el fin de la historia, avanzaba inexorablemente hacia la democracia como única forma legítima de gobierno, y las democracias no van a la guerra entre ellas, como afirma la “teoría de la paz democrática”, el corolario era que la guerra quedaba descartada. Otra idea anexa, la que postula que la globalización económica la haría imposible, estuvo detrás del apoyo norteamericano al ingreso de China a la OMC o la construcción de gasoductos entre Rusia y Europa.

Los porfiados hechos muestran que, como ha sostenido la historiadora Margaret MacMillan, “la guerra no es una aberración”, sino una constante. Su colega Donald Kagan es crítico de los visionarios de la paz liberal, quienes, “depositando sus expectativas en el progreso, olvidaron que la guerra ha sido una persistente parte de la experiencia humana desde antes del comienzo de la civilización”.

Porque nadie se salva, ni siquiera los “buenos salvajes”: según el arqueólogo John Keeley, los indígenas precolombinos de California registraban, por ejemplo, una proporción de muertos en guerra respecto del total de su población que es cuatro veces superior a las de Estados Unidos y Europa durante el sangriento siglo XX. Keeley no duda en señalar que la guerra es “un patrón” que se repite desde los inicios de la trayectoria humana. En 1968, un estudio académico estableció que, de los últimos 3.241 años, apenas 268 fueron pacíficos.

Es común escuchar que la guerra es, como dijo Carl von Clausewitz, la continuación de la política por otros medios. Pero la antigüedad y persistencia del fenómeno exigen otra explicación. Algunos la ven venir desde la biología, como Edward O. Wilson y Richard Wrangham, que aseguran que nuestro ánimo guerrero proviene de impulsos que compartimos con los chimpancés. Sin embargo, quizás quien entregó la explicación más acertada fue el historiador John Keegan. Luego de dedicar su vida al estudio de la guerra, concluyó que esta es “siempre una expresión de cultura, a menudo una determinante de formas culturales, de alguna manera la sociedad misma”.

Entonces, no proviene de la naturaleza humana ni de factores económicos, sino de “la propia institución de la guerra”. Por eso, es un fenómeno que se autoperpetúa y resulta inerradicable.

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