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Preguntas abiertas, pero necesarias

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Aunque no siempre se dice, no son pocos los que piensan que la filosofía es un saber peligroso. Aristófanes, contemporáneo de Sócrates, relata en su comedia Las Nubes que un alumno de Sócrates aprende de su maestro a defender un argumento según el cual debería golpear a su padre, ante lo cual éste decide incendiar la academia donde Sócrates enseña.

El año pasado, el presidente de la Central Unitaria de Trabajadores de Chile afirmó que los filósofos enseñaban a sus alumnos a tirar piedras en manifestaciones. Esta sensación de peligro que algunos experimentan ante la filosofía se relaciona con el hecho de que pone en duda lo que se supone conocido y aceptado por el sentido común o las ciencias, y obliga a volver sobre ello una y otra vez.

La filosofía se ocupa de preguntas que estrictamente no tienen solución definitiva, como son las preguntas sobre el sentido de la vida y de la muerte, sobre lo que puede y lo que no puede conocerse, sobre la diferencia entre el bien y el mal, sobre lo bello y lo útil, entre otras, las que no pueden ser abordadas apropiadamente desde ciencias, técnicas o artes particulares como la biología, la psicología, la sociología o la arquitectura, ya que por definición se ocupan solo de un aspecto circunscrito y parcial de la realidad. Pero el valor de la filosofía consiste justamente en que permite distinguir estas preguntas de aquellos problemas que sí tienen una respuesta científica, técnica o artística.

Ella permite reconocer también cuándo se confunden uno y otro tipo de problemas, conjurando así el peligro del reduccionismo o la simplificación de las cuestiones más fundamentales. Para ello es necesario que también se abra a esas otras preguntas, y que converse con quienes las plantean desde sus respectivas disciplinas, y con los actores sociales a quienes les importan los dos tipos de problemas.

De este modo contribuye a una cultura del diálogo y la reflexión que no es sólo de interés para los intelectuales y los expertos, sino para la sociedad en su conjunto, pues fomenta la tolerancia y la voluntad de entendimiento que son condición necesaria para una convivencia democrática, especialmente en los tiempos actuales marcados por la dificultad para comunicarse y la desconfianza en las personas y en las instituciones.

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