Competencia en educación superior
Un reciente estudio de la Fiscalía Nacional Económica (FNE) concluyó que existirían limitantes a la competencia en el sector de la educación superior debido a barreras regulatorias y brechas de información, que impedirían a sus actores tomar las mejores opciones al momento de decidir qué estudiar. Se trata de un mercado que mueve en torno a US$ 6.800 millones al año y donde, de acuerdo con el análisis, el 35% de las carreras tiene retorno negativo.
Es interesante que la Fiscalía, con su especialidad técnica, analice la educación superior como un mercado. Si bien por ley las universidades no tienen fines de lucro, sí son agentes económicos que ofrecen un servicio por el que buscan diferenciarse y, por tanto, compiten. No obstante, el mercado de educación superior tiene su propia complejidad. A diferencia de uno común y corriente, donde los índices tradicionales de competencia -precio, nivel de concentración y markup- bastan para el análisis, en este existen también variables subjetivas -por ejemplo, cómo perciben los estudiantes la calidad- y regulatorias, que dificultan el análisis, entre ellas la gratuidad.
Las variables competitivas escogidas por la FNE, como empleabilidad, prima salarial, costo de estudiar y alineamiento entre estudio y ocupación laboral son relevantes, pero el problema está en que el estudiante, como consumidor, no tiene información suficiente para considerarlas al elegir una carrera. Esto no se trata solo de asimetría de información, sino que involucra sesgos cognitivos, una dimensión que la FNE ya ha considerado en estudios previos, como el del mercado fúnebre y el de rentas vitalicias.
Desde esta perspectiva, más que un estudio de competencia, se trata de un análisis respecto de la información de la que disponen los estudiantes, deficiente en empleabilidad y salarios, pero sí relevante en materia de niveles de acreditación de las instituciones. Cabe preguntarse, entonces, por qué la FNE no evalúa el funcionamiento del sistema de acreditación, sobre todo considerando que aunque destaca como una debilidad de las universidades su desconexión con las necesidades del mercado laboral, no analiza en qué medida la acreditación pondera tal conexión.
Por otro lado, se destaca que las universidades privadas obtendrían mayores márgenes, pero se dejan fuera del cálculo los considerables aportes fiscales que reciben las instituciones estatales y del G-9, pese a que se reconoce que estos se distribuyen con criterios no objetivos. En materia de ingresos resulta relevante considerar, además, los aranceles de gratuidad, en especial entre las universidades que no reciben aporte fiscal. La FNE no cuestiona qué distorsiones se introducen en el cálculo ni cómo afectan la competencia y calidad. Y tampoco considera la restricción al crecimiento de la matrícula total que impone la política de gratuidad, lo que junto con limitar la entrada, es clave para un análisis de competencia entre distintos tipos de universidades.
El estudio de la FNE pone en el centro la tensión entre la educación superior como bien público y como mercado regulado. Pero si la competencia ha de servir a la calidad y la equidad, el desafío no es solo corregir las fallas de información, sino revisar los incentivos y restricciones que el propio marco normativo impone.
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