Columnistas

El desarrollo sustentable

José Antonio Viera-Gallo Embajador de Chile en Argentina

Por: José Antonio Viera-Gallo | Publicado: Viernes 29 de abril de 2016 a las 04:00 hrs.
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Las ideas tienen historia. Así sucede con el desarrollo sustentable. Tanto con el sustantivo como con el adjetivo. Oportuno resulta recordarlo cuando la economía mundial se desacelera y se amplía el horizonte de los desafíos que la sociedad tiene por delante.

En la post guerra el desarrollo fue entendido como sinónimo de crecimiento económico. La forma más operativa de medirlo era ubicando a cada país en un índice según su producto interno bruto. W. Rostow hablaba de las etapas del crecimiento. El desarrollo era sinónimo de industrialización y aun de modernidad. La sociología y la ciencia política se interrogaban sobre el tránsito de sociedades tradicionales a sociedades de masas donde predominan las relaciones funcionales.

Con el correr del tiempo se advirtió que esta forma de concebir el desarrollo escondía no pocas incongruencias y distorsiones de la vida social. Se comprendió que se trata de un proceso histórico con múltiples facetas y causas, pero que mantenía una referencia innegable con el aumento de la producción de bienes y servicios.

En la encíclica Populorum Progressio de la década de los setenta, Paulo VI se refirió al desarrollo como “el paso de condiciones de vida menos humanas a otras más humanas”, introduciendo una dimensión ética en la discusión. En el 2000 Amartya Sen subrayó el vínculo entre libertades y desarrollo afirmando que “la expansión de la libertad es tanto el fin primordial del desarrollo como su medio principal”.

Así se comprende que el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo haya asumido la perspectiva del “desarrollo humano” y haya establecido una iniciativa del economista pakistaní Mahbub ul Haq, un índice, el IDH, compuesto por tres variables: vida larga y saludable (tasa de natalidad, esperanza de vida, etc.), educación (ííndice de alfabetización, número de matriculados, etc.) y nivel de vida digno.

Ahora bien, desde la década del 60 comenzó a esbozarse una preocupación sobre el equilibrio ecológico. Uno de los primeros en encender la alarma fue el Club de Roma con un estudio sobre los límites del crecimiento. Hasta ese momento se pensaba que la naturaleza era inagotable. Surgió entonces la idea de un tipo de desarrollo que no dañara la ecología, que cuidara el medio ambiente.

Los males de un crecimiento sin regulación ni contrapeso estaban a la vista: contaminación de las aguas y del aire, desertificación, destrucción de los bosques y degradación de la biósfera. La discusión sobre el calentamiento global se transformó en una preocupación universal. Así se llegó a la reciente Conferencia sobre el Cambio Climático de París donde por primera vez más de 150 países suscribieron un documento en que se comprometen a disminuir la emisión de gases que producen el efecto invernadero y a adoptar una serie de medidas para preservar el medio ambiente. La encíclica Laudato si del Papa Francisco fue un importante impulso para movilizar las fuerzas sociales y las voluntades políticas en favor de ese acuerdo.

Una vez más el horizonte se ha ampliado. En la Cumbre para el Desarrollo Sostenible, que se llevó a cabo en septiembre de 2015, los Estados Miembros de la ONU aprobaron la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, que incluye un conjunto de 17 Objetivos (ODS), entre ellos terminar con la pobreza y el hambre, luchar contra la desigualdad y la injusticia, y hacer frente al cambio climático, energías no contaminantes, agua limpia, trabajo decente, producción y consumo responsable, ciudades equilibradas, paz e instituciones eficaces y sólidas.

Para que el desarrollo sea sostenible en el tiempo debe fundarse en bases que permitan su reproducción y eviten las externalidades negativas. Ello supone una mirada integral del problema y la puesta en práctica de políticas públicas bien diseñadas e implementadas capaces de movilizar las energías de la gente para alcanzar las soluciones a los problemas que enfrentan. Para lograrlo cada país debe combinar en forma armónica elementos demográficos, económicos, sociales, y culturales para evitar el espejismo populista y el reduccionismo tecnocrático.

La responsabilidad recae al final en la política.

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