Pequeña aldea rural no lejos de Lyon, habitada en 1817 por 250 campesinos, difícilmente sería conocida y célebre si no fuera por San Juan Bautista María Vianney, que durante 41 años fue su Cura Párroco y hoy es venerado mundialmente como el Santo Cura de Ars. Para quienes somos curas –y a mucha honra, el apelativo no es despreciativo, significa el que cuida, atiende y se preocupa con amor de otras personas- es nuestro admirable ejemplo de humildad, fe y dedicación absoluta a lo único necesario: amar sin cansarse de amar. Cuando se vive bajo esa perspectiva, afanes y necesidades tan premiosas como comer, dormir, lucir bien, disponer de dinero, obtener títulos y honores, ascender en la jerarquía social y eclesial, dejan de ser prioridad y se sacrifican con gusto en el altar de la suprema ley paulina y cristiana: gastarse, desgastarse hasta dar la vida por los que uno ama.
El Cura de Ars ayunaba hasta el límite de supervivencia por dos cristológicas razones: el ayuno penitencial exorciza el poder del demonio y además simboliza y afianza la renuncia a la injusticia, al egoísmo, a la ambición de poder y placer. Cuerpo y espíritu –estrechos aliados- quedan liberados para lo único necesario: amar sin medida. Lo más importante es el otro, sobre todo si su rostro está surcado por las lágrimas de aflicción, desconsuelo y desamparo. El otro es, entonces, Cristo.
Sabía, este Cura de Ars tan poco eximio en el manejo del latín y de las altas sutilezas académicas, que sin oración, toda acción es estéril. Porque la oración es la respiración del alma, y sin orar el alma muere de asfixia. Oraba a toda hora y en todo lugar y actividad, porque orar es conversar con Dios y Dios está presente a toda hora y en todo lugar y actividad. Magistral simplicidad. No sólo oraba: adoraba.
Postrado ante el Santísimo Sacramento, permanecía absorto, prendido, extasiado como los magos de Oriente ante el Niño Jesús, como Saulo ante la fulminante Luz de Cristo camino a Damasco. No necesitaba hablar. "Yo lo miro, Él me mira", decía cuando le preguntaban qué hacía o decía. Y en ese mirar sin palabras ofrecía el incienso de su humildad, la mirra de su mortificación y el oro de su inagotable caridad.
Durante diez y hasta dieciséis horas al día atendía las confesiones. ¿Tantas horas para 250 habitantes? Es que venían penitentes de toda Francia y de Europa, en filas interminables donde señores Obispos esperaban respetuosamente su turno. Él escuchaba, entendía, intuía, respondía, animaba, encendía corazones fríos o entibiados. Un día recibió a un par de ilustres parisinos, que habían jurado gastarle una broma al rústico confesor. Regresaron a la Ciudad Luz y testimoniaron ante sus amigos: "Hemos visto a Dios en un hombre".
Ese es nuestro Patrono.