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Educación superior, un derecho rentable

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En Chile, la cobertura de la educación terciaria alcanza el 45% de las personas entre 18 y 24 años -un 27,2% para los estudiantes del decil más pobre y un 90,9% para el decil más rico-, situación muy similar a países de la OCDE como Alemania (46%), Japón (52%) y España (53%). En otras palabras, apenas uno de cada dos egresados de la educación media logra ingresar a una institución de educación superior.

En ese sentido, vale la pena analizar las diferencias de salario que hoy existen entre titulados y no titulados en sus distintas etapas etarias: con 25 años, los estudiantes que ingresaron a la universidad o a un instituto profesional ganan $ 615.189 y $ 324.918, respectivamente, mientras que los ingresos de quienes no lo hicieron alcanzan a $ 218.000.

Del mismo modo, las personas que hoy día tienen 40 años y que cuentan con estudios universitarios o técnicos ganan $ 918.614 y $ 470.420, respectivamente, mientras que las personas sin acceso a la educación terciaria reportan un salario de $ 245.239 con la misma edad. Más aún, el título profesional repercute radicalmente en las oportunidades de empleo: mientras para los universitarios y técnicos la tasa de desempleo alcanza un 4,0% y un 5,2%, respectivamente, para los no titulados es de un 7,6% (Casen 2011, mediana de ingresos autónomos).

Si bien es cierto que en algunas carreras los ingresos futuros no cubren el alto costo de sus aranceles, no es ni justo ni óptimo que el Estado provea educación gratuita para aquellos estudiantes que sí tuvieron acceso a carreras que ofrecen mayores oportunidades laborales.

La solución a dicho problema debería apuntar hacia dos frentes. En primer lugar, se debería fortalecer el sistema de préstamos blandos con pago contingente al ingreso y con fecha de “expiración”, tal que permita pagar lo justo en función del ingreso futuro y no en el presente. En segundo lugar, y con carácter de urgencia, el Estado debería proveer mayor información a la población, o en su defecto cerrar aquellas universidades o institutos que no den garantías de entregar una educación de calidad mediante un aumento en los estándares de acreditación y de eficiencia en la fiscalización.

A fin de cuentas, que el Estado provea educación superior gratuita universal no sólo sería injusto para la mitad de la población chilena, sino además, podría convertirse en la primera política pública que apunte directamente a aumentar la desigualdad en la distribución de ingresos futuros en nuestro país.

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