Estamos entrando en temporada de candidatos y elecciones. El futuro de Chile está en manos del mundo político. Hay US$ 80.000 millones en inversión minera esperando una señal clara. También proyectos de transmisión eléctrica listos para conectar al país y reducir los costos de energía para empresas y hogares. Pero es hora de hablar de los costos reales de las leyes y de la responsabilidad de nuestros legisladores.
En Chile, la discusión suele centrarse en permisos, demoras y burocracia. Apuntamos a los servicios públicos y culpamos a los funcionarios. Pero el problema central está en el Congreso: leyes construidas con voluntarismo, normas dictadas sin pensar en cómo se implementarán y parlamentarios que, en muchos casos, carecen de la competencia necesaria. Todo ocurre sin un cálculo riguroso de costos, tiempos ni capacidades reales.
“El problema central está en el Congreso: leyes construidas con voluntarismo, normas dictadas sin pensar en cómo se implementarán y parlamentarios que, en muchos casos, carecen de la competencia necesaria”.
No existen leyes gratuitas. Cada exigencia nueva se paga con espera, frustración e inversión perdida. Los equipos públicos no fallan por falta de compromiso; trabajan con lo que tienen y, en la gran mayoría de los casos, con buena fe y mucha vocación.
El error está en otro lado: un marco legal diseñado sin visión estratégica, por legisladores voluntaristas y, a menudo, ideologizados. Un país que no puede darse el lujo de perder millones de dólares en proyectos paralizados.
Ahí está el ejemplo del Consejo de Monumentos Nacionales: al 31 de mayo había 3.752 solicitudes pendientes y algunas llevaban 878 días sin resolución. ¡Increíble! Obras públicas, viviendas, hospitales y plazas detenidas; proyectos estratégicos demorados por normas bien intencionadas, pero sin recursos ni procesos claros. No hay manuales ni control de gestión, como explicaba Jaime Troncoso en una columna anterior.
Casos con impacto directo en competitividad abundan. Por ejemplo, el proyecto de transmisión eléctrica Cardones-Polpaico sufrió retrasos superiores a dos años por complejidades regulatorias, con pérdidas estimadas en más de US$ 150 millones y mayores costos para consumidores y empresas.
¿La solución? No es solo apurarse. Es dotar de más recursos y capacidades a los organismos que hoy cargan con tareas imposibles. Y, sobre todo, aprender la lección: ¿Cuánto cuesta implementar cada ley? ¿De dónde saldrán los recursos? ¿Qué beneficios traerá y en qué plazo? ¿Cuál es el Valor Actual Neto social de la medida?
Esto no es utopía. En Estados Unidos, la Regulatory Impact Analysis (RIA) es obligatoria desde los años 80: ningún reglamento federal importante se aprueba sin un análisis formal de costos y beneficios. Australia la adoptó después y, desde 2000, la mayoría de los países OCDE. En el Reino Unido existe la “One-In, Two-Out rule”: por cada regulación nueva, deben eliminarse dos antiguas con costos equivalentes.
En Chile seguimos legislando a ciegas, sin medir el impacto económico ni la competitividad perdida. No podemos continuar con leyes que suenan bien en discursos, pero fracasan en la práctica.
Si queremos atraer inversión, ejecutar proyectos estratégicos y crecer sostenidamente, la madre de todas las leyes nuevas debería ser: Nada sin análisis costo-beneficio. Ninguna regulación sin plan serio de implementación.
Ese debe ser el estándar mínimo de un Chile que quiera dejar atrás la incertidumbre y la ineficiencia. No hay crecimiento posible con leyes hechas a ciegas.