El doble rasero de la izquierda latinoamericana
JUAN IGNACIO BRITO Profesor de la Facultad de Comunicación e investigador del Centro Signos de la U. Andes
El choque diplomático entre Perú y Venezuela a raíz del asilo concedido el por el Gobierno de Claudia Sheinbaum a la exprimera ministra peruana Betssy Chávez entrega otra evidencia del doble estándar político que aplican algunos gobiernos de izquierda de la región.
Chávez está acusada de rebelión por haber participado en el fallido intento de autogolpe de Estado que protagonizó el exmandatario Pedro Castillo en 2022. Enfrentado a la posibilidad de destitución por denuncias de corrupción, Castillo quiso disolver el Congreso e intervenir el Poder Judicial y el Ministerio Público para convertirse en presidente de facto. Fracasó y fue detenido por su propia guardia cuando se dirigía a la embajada de México en busca de asilo. Hoy está recluido en prisión a la espera de la sentencia del juicio que se le sigue junto a Chávez y otros cinco altos funcionarios. La fiscalía ha pedido sendas condenas de 34 y 25 años para él y para Chávez, a quienes identifica como los principales gestores de la aventura.
“Por años, la izquierda latinoamericana fustigó los atropellos institucionales cometidos en las décadas de 1960 y 1970. Sin embargo, hoy a menudo prefiere la solidaridad ideológica al compromiso democrático”.
No es un caso único. En 2024, México otorgó asilo político a Jorge Glas, exvicepresidente ecuatoriano entre 2013 y 2018 sometido a un proceso judicial, quien recibió refugio en la embajada mexicana en Quito. El gobernante ecuatoriano Daniel Noboa ordenó a la policía irrumpir en la sede diplomática y arrestar a Glas, lo cual generó la ruptura de relaciones.
Otros gobiernos de izquierda han obrado de manera similar: en abril pasado, Brasil le dio asilo a Nadine Heredia, la otrora todopoderosa primera dama peruana y esposa de Ollanta Humala, luego de que fuera condenada a 15 años de cárcel por lavado de activos. Y en 2019, la Argentina del kirchnerista Alberto Fernández recibió a Evo Morales luego de que fuera forzado a renunciar a la presidencia tras haber realizado un fraude electoral. Previamente, México y Cuba le habían dado refugio.
En cada una de estas situaciones se repite un patrón: los gobiernos que conceden asilo se aferran a una narrativa torcida que convierte en víctimas a quienes cometieron delitos graves y abusaron de su posición. Utilizan de manera mañosa la Convención de Caracas de 1954, que sostiene que “no es lícito” otorgar asilo diplomático a personas condenadas o acusadas por delitos comunes.
Por años, la izquierda latinoamericana fustigó los atropellos institucionales cometidos en las décadas de 1960 y 1970. Sin embargo, hoy, en una época de regímenes híbridos en la que las amenazas a la legalidad democrática son más sutiles, pero muy serias, la izquierda a menudo prefiere la solidaridad ideológica al compromiso democrático. Pareciera que, para ella, un golpe de Estado es tal y no merece olvido ni perdón solo cuando se lo hacen a la izquierda (como el que impulsó Jair Bolsonaro en 2022). En cambio, cuando es uno de sus dirigentes quien actúa contra la ley, recurre al malabarismo retórico para confundir e identificar a los perpetradores como perseguidos políticos. Es lo que ocurre hoy con la peruana Chávez y sucedió antes con Castillo, Heredia, Glas y Morales.
La izquierda latinoamericana, objeto en el pasado de violaciones a los derechos humanos, se ha acostumbrado a denunciar desde la altura moral a quienes representan una amenaza para la democracia. Sin embargo, el doble rasero que utiliza hoy representa una arbitrariedad dañina que lleva a cuestionar sus intenciones.
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