La bruma
José Antonio Viera-Gallo
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Una espesa bruma ha invadido el ambiente público. El verano se ha visto sacudido por una sucesión de escándalos. Los medios repiten sin cesar antecedentes nuevos que involucran a diversas autoridades. El ciudadano, ya descreído frente a las instituciones públicas y privadas, ve confirmados sus prejuicios. Poco entiende de los mecanismos usados para defraudar la fe pública, pero no duda al momento de emitir su juicio.
De poco sirve argumentar que Chile es un país probo, que ocupa un lugar preminente en los índices internacionales de percepción de la corrupción, que las instituciones no están capturadas por intereses corporativos y que los funcionarios públicos y representantes del pueblo desempeñan correctamente sus tareas.
Son ya muchos años en que la vida política y la economía se han visto sacudidas por una secuencia de escándalos y abusos de poder.
No basta tampoco con señalar que la fragilidad de las personas, independientemente de su ideología, suele manifestarse en este tipo de conductas apenas alcanzan una posición de poder, y que la enorme ventaja de la democracia es que los ciudadanos toman conocimiento de estos hechos y pueden reaccionar, y que los culpables pueden ser llevados ante los tribunales. En las dictaduras todo permanece en la penumbra, salvo que el propio poder quiera utilizar las sanciones como una medida política de purga dentro de la elite o de legitimación de sí mismo. Pero ciertamente también la democracia exige para su buen desempeño la vigencia de ciertas virtudes públicas, la primera de todas anteponer el bien común al interés particular. De lo contrario corre el riesgo de caer en el descrédito y degenerar en alguna suerte de oligarquía o plutocracia.
Ante los escándalos cada cual debe cumplir su función: los medios informar, los fiscales investigar y los jueces sancionar a los responsables. ¿Y el político? Mientras los tribunales evalúan conductas del pasado, el político debe poner su atención en el futuro, es decir, debe ser capaz de diseñar una solución al problema, indicando un camino que lleve a la sociedad a superar el estado en que se encuentra. Debe plantear nuevas metas éticas, buscar acuerdos para aprobar nuevas leyes más exigentes y claras en la regulación de las relaciones entre el dinero y la política, y más eficaces para asegurar el control ciudadano sobre la conducta de las autoridades.
Entre nosotros esa tarea propia del político ha recibido el nombre de "agenda de transparencia y probidad" y su contenido ha sido bien definido por sucesivos gobiernos y por la sociedad civil. El problema es que hoy esa agenda aparece desdibujada. No ocupa el sitial que corresponde en el debate nacional. El Gobierno y el Parlamento debieran reponerla dentro de las prioridades legislativas. Es verdad que no bastan las leyes para dar un salto en materia de transparencia y probidad. Pero colocar el tema donde corresponde sería una potente señal para el sector público y privado.
Así la bruma –igual que en esos días en la costa del norte cuando el cielo se despeja a mediodía– comenzaría a disiparse.