Las fallas que frenan la innovación
MAXIMILIANO SANTA CRUZ Socio de Santa Cruz IP, exdirector de Inapi
Hace 10 años, 400 científicos chilenos -incluidos premios nacionales y presidentes de sociedades científicas- alertaron en una carta titulada “Nuestros gobiernos han elegido la ignorancia”, sobre los males estructurales del sistema nacional de ciencia e innovación: baja inversión, escasas capacidades tecnológicas, pocos investigadores, empresas que innovan poco, falta de políticas de largo plazo e institucionalidad, y una débil conexión entre ciencia y desarrollo del país.
Una década después, casi nada ha cambiado. Chile pasó del puesto 42 al 51 en el Índice Global de Innovación (GII). La dificultad no es la falta de inversión, pues los inputs -recursos y condiciones para innovar, como educación, inversión, instituciones e infraestructura- bajaron solo del lugar 36 al 43. El problema es el desplome de los outputs o resultados -patentes, empresas, productos, publicaciones, exportaciones tecnológicas y creativas-, que cayeron del 48 al 63. Es decir, Chile invierte, pero no convierte. La brecha entre conocimiento e impacto se amplía: en 2015 el desajuste entre insumos y resultados era de 12 puntos; hoy es de 20.
“Chile invierte, pero no convierte. La ciencia chilena se produce en las universidades, pero rara vez llega a la economía”.
Desde hace más de 15 años, el gasto en I+D ronda el 0,4% del PIB, de los cuales menos del 30% proviene del sector empresarial (el promedio de la OCDE supera el 65%). En capital humano, Chile apenas avanza un puesto (del 57 al 56), se mantiene en el 62 en investigadores por millón de habitantes y cae del 58 al 73 en graduados en ciencia e ingeniería. En la relación entre ciencia e industria, Chile retrocede del puesto 37 al 69 en colaboración en I+D, y cae al lugar 100 -de 139 países- en publicaciones conjuntas entre universidades y empresas. Es decir, la ciencia chilena se produce en las universidades, pero rara vez llega a la economía.
La carta de los 400 pedía también una institucionalidad sólida y políticas de largo plazo. Hubo avances: se creó el Ministerio de Ciencia, la ANID reemplazó a Conicyt y un nuevo Consejo Nacional de CTCI reemplazó al CNID. Pero esta estructura, en apariencia robusta, no ha logrado articular un verdadero sistema. La ANID es criticada por su baja eficiencia, el ministerio ha tenido cuatro titulares en tres años y el Consejo, absurdamente, por ley solo entrega estrategias al final de cada gobierno para que otro las ejecute.
Hoy el sistema de I+D+i chileno sigue siendo disperso, inestable y sin una normativa integral que lo ordene ni le dé continuidad más allá de los ciclos políticos. Urge una ley marco de ciencia e innovación que asegure coordinación interministerial, coherencia y políticas de Estado, como se pedía hace 10 años. En ese contexto, una de las dos prioridades legislativas del Ministerio de Ciencia -el proyecto de ley de transferencia tecnológica- podría ser un buen punto de partida, siempre que no limite su alcance a los fondos administrados por la ANID y dirigidos a instituciones de educación superior, sino que establezca un estatuto unificado para todos los fondos públicos de I+D+i. Así, Chile dejará de ser un país que investiga sin transformar, que forma talento sin aprovecharlo y que invierte en conocimiento sin convertirlo en desarrollo.