Olga Feliú

El rigor de las penas

Por: Olga Feliú | Publicado: Jueves 25 de septiembre de 2014 a las 05:00 hrs.
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Como parte de su soberanía, al Estado le asiste la facultad para declarar que ciertas conductas, que considera lesivas para el orden social, merecen ser sancionadas con una pena o con medidas de seguridad. Es lo que se conoce como el ius puniendi. La doctrina se refiere a sus límites, entre ellos, la “necesidad de intervención, que importa que el derecho penal ha de entenderse como el último recurso que ha de utilizar el Estado”. “La reacción penal no resulta adecuada sino allí donde el orden jurídico no puede ser protegido por medios menos gravosos que la pena”. (Juan Bustos)


La protección penal se funda en la dignidad de la persona humana, y no en torno al Estado, por lo que su intervención debe fundarse en la necesidad de proteger determinados bienes jurídicos, que la sociedad considera trascendentes, y no simplemente en el principio de necesidad de la pena.

Ahora bien, en cuanto a las penas, -cuyo mal consiste en la privación o limitación de ciertos bienes jurídicos como la libertad, el patrimonio, o el derecho a ejercer ciertos cargos- sostiene una teoría que ellas se justifican por sí mismas y no son un instrumento que tenga un fin utilitario: se irroga un mal al autor del hecho injusto porque puede serle reprochado por ejecutarlo culpablemente. Para otros, las penas sólo cobran significado si se las emplea como un medio para luchar contra el delito y evitar su proliferación.

El estudio de la evolución del derecho penal, de las penas y del cumplimiento de las mismas, aporta elementos valiosos para apreciar la conveniencia y procedencia de acoger, o no, las voces de quienes piden cárcel para todos aquellos que transgreden preceptos prohibitivos.

¿Qué nos enseña ese análisis histórico? Que el mundo se ha humanizado. Desde una época primitiva de venganza personal de los ofendidos, se avanzó, primero, a la pena pública, con la introducción del talión, que fue un adelanto, pues importó un límite respecto de la venganza sin ellos. Y, más tarde, la auto limitación estatal. Tribunales independientes y normas cautelares de defensa. Pero luego vino el período humanitario con el impacto causado por la obra del Marqués de Beccaria, inspirada por Montesquieu y Voltaire. Postula la legalidad de los delitos y las penas, concluyendo que la justicia debe ser “pronta, necesaria, la menor de las posibles dadas las circunstancias, proporcionada a los delitos…” Critica el rigor de las penas y subraya que la prevención general se realiza en mejor forma por la certidumbre de una pena moderada a la que no es posible escapar, que a la de una pena espantable pero aleatoria. La pena no debe imponerse porque se ha pecado, sino para que no se incurra de nuevo en pecado.

A la luz del principio de “extrema razón” penal, como dice Politoff, deben examinarse las peticiones de cárcel para quienes transgreden la prohibición de lucro en educación, recién planteada o para los que contravengan las normas sobre libre competencia o el mercado de capitales. Así de la última razón, pasamos a la única forma de hacer cumplir la ley.

¿Por qué privar, o mantener privados de libertad a quienes no representan peligro para la sociedad? La situación de nuestras cárceles y su costo de mantención, debe hacernos admitir que la imposición de esa sanción sólo debiera aprobarse en casos extremos, así lo reconoce la ley de libertad vigilada. El resto parece un castigo contrario a la humanidad, o una forma de venganza.

Es necesario asumir que las penas no privativas de libertad pueden ser más efectivas, para cumplir su fin, que aquellas que significan cárcel para el delincuente. El recurrir a la privación de la libertad como medio de prevención delictual exige un profundo análisis, previo a la aprobación de una ley penal. Legislación como la de la reciente Ley Emilia, que rompe la debida igualdad en el tratamiento penal, en todos sus ámbitos, no debiera repetirse.

Nuestra sociedad no debe desconocer lo avanzado por la humanidad en materia de rehabilitación y reconocimiento a la dignidad de las personas –aún cuando sean delincuentes-, desde el siglo dieciocho en adelante.

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