Relocalización de concesiones salmoneras: sensata para todos, bloqueada por años
NICOLÁS VIAL Socio CMS Carey & Allende
En el Salmon Summit 2025, tres candidatos presidenciales coincidieron en el desafío que tiene la salmonicultura chilena por crecer, mejorar su competitividad y ser más sostenible, y todos mencionaron la necesidad de avanzar en la relocalización de concesiones. Pero una cosa es decirlo en un escenario y otra muy distinta es hacerlo realidad.
Hoy, la salmonicultura es la segunda industria exportadora del país y el principal motor económico del sur austral de Chile. Donde no hay minería, la agroindustria es menor y el turismo llega solo en verano, está el salmón: generando empleos, infraestructura y arraigo.
“Pese a su racionalidad técnica y sus beneficios evidentes, el proceso ha sido un fracaso. En más de 15 años, solo un caso de relocalización ha sido exitoso”.
Sin embargo, ese motor hace años que viene fallando. Y no por falta de esfuerzo, sino por una regulación que le impone una estructura productiva ineficiente. Un dato interesante: la industria chilena es hasta cuatro veces menos rentable que el promedio de los demás países productores y es la única que no crece. ¿Resultado? Menos inversión, menos innovación, y una peligrosa pérdida de competitividad.
Una de las propuestas más sensatas y necesarias para revertir esta situación ha estado sobre la mesa por años: la relocalización y fusión de concesiones. ¿Qué significa esto? Reubicar las concesiones existentes, concentrando la producción en menos lugares, de mayor capacidad, ambientalmente más aptos y suficientemente distanciados entre sí.
Esto permite optimizar costos, mejorar la bioseguridad, disminuir los impactos ambientales y generar condiciones más estables para el cultivo. En resumen: producir mejor, con menos externalidades y de forma más sostenible.
Pero, pese a su racionalidad técnica y sus beneficios evidentes, el proceso ha sido un fracaso. En más de 15 años, solo un caso de relocalización ha sido exitoso. ¿Por qué? Porque la maraña de trabas administrativas, la presión de grupos ambientalistas y el uso instrumental de la Ley Lafkenche han convertido cada intento en una carrera de obstáculos imposible de completar.
Aquí es donde la paradoja se vuelve casi cómica: los principales beneficiarios de las relocalizaciones serían precisamente los ecosistemas marinos. Menos centros, mejor ubicados, significan menos zonas impactadas y más capacidad de carga.
Sin embargo, buena parte del mundo ambientalista se opone sistemáticamente, como si modernizar fuera sinónimo de contaminar. Al final, al frenar la relocalización, lo que hacen es mantener una estructura que genera más impacto ambiental, no menos.
Es hora de cambiar el enfoque. El sur de Chile necesita una industria moderna, rentable y responsable. Y eso no va a ocurrir sin relocalizaciones.
El Estado debe facilitar el camino, con reglas claras, plazos razonables y decisiones valientes. Y los actores sociales deben asumir que o se mejora la forma de producir salmón, o se arriesga todo: empleo, desarrollo y sostenibilidad.
Con relocalizaciones, todos ganan: la industria, el país y el medio ambiente. Negarse a ello no es una defensa de la naturaleza, sino una condena a la inacción disfrazada de virtud.