Hubo un tiempo en que los mineros bajaban al inframundo con un compañero emplumado. No por soledad existencial, aunque imagino que ayudaba, sino por supervivencia pura. Los canarios, resulta, tienen una capacidad única: detectar gases tóxicos imperceptibles para los humanos. En la mina un canario muerto significaba una sola cosa: corre por tu vida. Precisión suiza alimentada a base de alpiste.
Hoy los canarios usan LinkedIn y pagan el CAE. Al menos así lo sugiere el estudio Canaries in a Coal Mine de la Universidad de Stanford. Según el informe los “canarios” son nuestros jóvenes de entre 22 a 25 años que ven una caída sin precedente en su empleabilidad. Programadores, abogados y analistas financieros recién graduados compitiendo contra modelos de inteligencia artificial que nunca duermen, nunca llegan con caña, nunca exigen aumento de sueldo. Obsolescencia programada, versión humana.
“Hay una diferencia brutal entre el canario y nosotros. Ellos sabían cuándo estaban en peligro. Nosotros, en cambio, seguimos subiendo selfies desde el fondo de la mina, mientras el aire se acaba”.
Y les fallamos espectacularmente a estos pajaritos. “Aprende a programar”, decíamos hace cinco años. Ahora escriben el código de su propio reemplazo. “Haz un máster”, insistíamos como mantra. Solo para descubrir que el futuro premia al generalista, y que las especializaciones envejecen como la leche. “Desarrolla habilidades blandas”, repetíamos obsesivamente. Y por mientras Silicon Valley quemaba billones de dólares replicándolas con precisión quirúrgica. Y es que las soluciones tradicionales del reskilling resultan hoy tan útiles como un paraguas en un tsunami. La pregunta no es si veremos a los canarios caer: ahí están, apilados en las estadísticas de desempleo juvenil. La pregunta es si quedará aún oxígeno en la mina.
Pero quizá hay esperanza. En 1896 alguien con demasiado tiempo libre inventó el “resucitador de canarios”, una pecera de metal y vidrio donde metían a los canarios agonizantes. Se cerraba hermética y se inyectaba oxígeno puro. Y funcionaba. El canario volvía a la vida cual Frankenstein amarillo crepúsculo. Lo cual me hace preguntarme: ¿Y si en vez de oxígeno no saturamos mejor a estas avecillas de monóxido de carbono? ¿No será la tecnología que nos trajo hasta este momento la única capaz de insuflar aire a sus pulmones colapsados? ¿Será que necesitamos más inteligencia artificial, no menos?
La verdad es que no lo sé. Nadie lo sabe, ni siquiera el autor de Stanford. Pero anoche, en conversaciones que bordean la alucinación, mi IA me recomendó “carreras del futuro”. Dice que surgirán “traductores de humanidad”, intérpretes de aquello que es demasiado humano para automatizar. Menciona “sommeliers de datos”, verdaderos catadores detectando notas de edadismo, racismo o sexismo algorítmico. Habla de “arqueólogos”, excavando repositorios de información de cuando todavía éramos auténticos sin saberlo. Mi ICQ y Fotolog les dirían mucho. Y “notarios de la realidad”, fedatarios públicos certificando que algo ocurrió aquí, en el mundo físico, no en el metaverso ni en un deepfake.
Nos gusten o no estas profesiones delirantes, hay una diferencia brutal entre el canario y nosotros. Ellos sabían cuándo estaban en peligro. Nosotros, en cambio, seguimos subiendo selfies desde el fondo de la mina, mientras el aire se acaba. Segundo a segundo. Puede que la metamorfosis nos incomode y nos desafíe, pero tenemos que vivirla. Aunque el costo sea que el canario resucitado no será el mismo pájaro que entró a la jaula. Será quizá algo extraño. Algo nuevo. Algo que Darwin jamás imaginó. Mitad pluma, mitad píxel.
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